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Amparo Zacarés

TRIBUNA

Amparo Zacarés

Lavarse las manos

En este mes de noviembre, tan significado en la lucha contra la violencia de género, pude escuchar el testimonio de dos mujeres de Afganistán y una de Irán en las instalaciones del campus de la Universitat de València. En el primer caso, me refiero a las juezas afganas Friba Quraishi y Gulalai Hotak y, en el segundo, a la politóloga iraní Nazanín Armanian. Fue en la Facultad de Ciencias Sociales y de Derecho. Estuve allí y pude comprobar cómo el público atendió sobrecogido sus exposiciones y aplaudió el coraje demostrado en defender los Derechos Humanos. Hablaron y explicaron que sus países vienen sufriendo, por parte de las grandes potencias, maniobras que atentan contra la paz social basada en la igualdad de valor, de trato y de oportunidades para hombres y mujeres. Para entender su situación hay que remontarse al interés que despertaron sus reservas de petróleo a mediados del siglo XX entre EEUU y la ya extinta URSS. Haciendo un poco de historia, en Irán, en 1979, la revolución islámica de sello antiamericano obligó a Estados Unidos a buscar aliados entre los lideres religiosos como el ayatola Jomeini y así hasta hoy. También en Afganistán, esta vez en 1989, se puso en marcha un plan para expulsar a los soviéticos del país, sustituir las fuerzas democráticas laicas e implantar el régimen talibán. Fue este contexto el que dio lugar a la aparición de Osama Bin Laden como líder y a AlQaeda como organización. Las consecuencias fueron los atentados del 11 de septiembre de 2001. Aquella fecha fatídica propició que una coalición de la OTAN liderada por Estados Unidos derrocase a los talibanes y ayudara a implantar la República Islámica de Afganistán. Las tropas americanas permanecieron en el país hasta 2020 y un año después de su retirada, el grupo talibán tomó de nuevo el poder y formó un gobierno fundamentalista que es el que hoy ha vuelto a despojar de sus derechos a las mujeres y niñas afganas.

En todas esas negociaciones que discurren en los despachos donde se toman las decisiones geopolíticas, se hace evidente que los líderes internacionales se han lavado las manos y se han desentendido de la suerte que la vida de las mujeres pudiera correr. Nazanín Armanian recordó que ella participó en la revolución que en 1979 derrocó la monarquía del Sha Reza Pahlevi. Mostró fotografías en la que hombres y mujeres luchaban juntos para exigir mejoras democráticas para su país. Sin embargo, nada más triunfó la revolución, empezaron a separarlos por sexos y a repartir chadores para que ellas se cubrieran la cabeza y el rostro. Al principio les extrañó pero la alegría de la victoria impidió que se percataran que el nuevo régimen teocrático iba a conculcar sus derechos más elementales por su condición femenina. Nazanín que entonces era una adolescente y muchas jóvenes más, se sintieron traicionadas por sus propios compañeros con quienes habían tomado la calle para reivindicar un régimen democrático y justo.

A mi entender, ese sentimiento de haberles dejado abandonadas quebrantando sus esperanzan de igualdad, se parece mucho al que debieron sentir las mujeres que a finales del siglo XVIII impulsaron en Francia la revolución que traería los principios políticos básicos de la modernidad bajo el lema de libertad, igualdad y fraternidad. De aquella época data la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano tal como aprobó la Asamblea Nacional Constituyente francesa de 1789. Con ello se referían a los derechos fundamentales de todos los ciudadanos franceses y, por extensión, de todos los hombres. Tras el triunfo de la revolución, dejaron de lado a las mujeres que fueron quienes, tras la toma de la Bastilla, llevaron a cabo la marcha hacia Versalles y el traslado del Rey a París. Ellas que habían participado codo con codo con sus compañeros en el advenimiento de una nueva sociedad sin privilegios de clase ni discriminaciones de sexo, se sintieron traicionadas. Ese fue el motivo por el que Olympe de Gouges publicó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana en 1791, denunciando a contradicción que existe al proclamar la igualdad universal y dejar sin derechos a las mujeres.

Esa misma desolación por haber sido traicionadas y olvidadas es el que manifestaron las juezas afganas Gulalai Hotak y Friba Quraishi. Ambas tuvieron que salir de su país porque su vida pendía de un hilo al estar en las listas de los talibanes. En estos momentos hay un total de 180 juezas afganas refugiadas y repartidas por todo el mundo. En nuestro país son solo 8 juezas las que protege la Asociación de Mujeres Juezas de España (AMJE). Ambas cuentan con una trayectoria profesional en el Tribunal Supremo de Afganistán que les ha llevado a juzgar a terroristas, a talibanes y a grupos violentos y fundamentalistas. Ambas combatían en sus juzgados la violencia contra la mujer y la trata de personas participando en mediaciones familiares y en los divorcios en los que las mujeres se veían obligadas a casarse. Trabajabann también junto a organizaciones internacionales y fue precisamente Friba Quraishi quien investigó y condenó a los talibanes que asesinaron a la médica española cooperante de la Cruz Roja de Afganistán. Como no puede ser de otra manera, se muestran agradecidas pero, a pesar de la ayuda que reciben, se sienten afligidas y apenadas por la escasa y poco efectiva condena internacional hacia la privación de derechos que padecen las mujeres afganas y que les obliga a vivir encerradas dentro de sus casas y de su propio país. Habría que reclamar para ellas el principio de Jurisdicción Universal que obliga a investigar y, si fuera necesario, a enjuiciar en interés de la comunidad internacional los crímenes de guerra, de lesa humanidad y la trata de seres humanos, entre otros delitos más. Pero no parece ser el caso y de nuevo el simbolismo de lavarse las manos y desentenderse de cuánto les suceda a las mujeres y a las niñas vuelve a dejar al descubierto el sesgo de género con el que aun, en pleno siglo XXI, se siguen interpretando los derechos humanos.

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