El final de una guerra es el final del terror, del espanto, se acabó la angustia. Se acabaron la ansiedad y el miedo. Digamos que, en principio, ambos concluyen de facto. Luego, al segundo día, vienen los reajustes de los vencedores en todos los sentidos y más dolor para una de las partes, obviamente la vencida, si bien este choque ruso-ucranio, si va a ser Rusia la perdedora, es extraño porque en Moscú no hay bombardeos y no hay, por tanto, guerra. Pero no pretendo escribir sobre las consecuencias siempre punzantes de un conflicto bélico sino en torno a ese punto culminante de la felicidad que emana del minuto cero en el que se pone un clavel en la bocacha del fusil, signo inequívoco de que de ese cañón ya no sale la muerte, y eso simboliza que esa historia ha terminado.

Por eso, al encender el televisor de golpe me he preguntado qué me he perdido, o cuándo me he perdido. En qué momento he desconectado de la realidad y del mundo y no me he enterado de lo que ocurría en Ucrania. En las noticias del mediodía aún veía espacios en descomposición, una exhumación de cadáveres en Járkov, un herido en una camilla, un mutilado mostrando a la cámara su muñón, otro cadáver medio hundido en el barro de Donbás. Esas escasas variaciones con lo que me topaba (nos topábamos) en estos meses de lodo y desesperanza: gente sobreviviendo en sótanos sin luz eléctrica, edificios destruidos que dejan al descubierto habitaciones con una cama reventada y un póster claveteado en la única pared en pie, eventuales amenazas nucleares (no solo la central de Zaporiyia sino la posibilidad del botón del Kremlin), refugiados que cruzan en autobuses atiborrados una frontera en su diáspora inenarrable.

Y hoy, ¿tan larga ha sido mi siesta?, lo que observo, atónito, son escenas que me recuerdan el final de la segunda guerra en París. O, por lo menos, me remite a un armisticio. Entonces, en agosto del 44, según fotos de Robert Doisneau, personas bailando con soldados americanos y franceses sin quepis, gente en corro zapateando en la place Saint-Michel o en la de Vendôme, cantando y sonriendo y celebrándolo con botellas de vino, y ahora observo mujeres mayores que dan abrazos y flores amarillas a los soldados ucranios, abren sus camiones y los agasajan con cariño. Los besan y aplauden. Zelenski hace declaraciones al aire libre en Jersón, lo que, si le bajara en ese instante el sonido a mi televisor, me confirmaría que todo eso que comenzó Putin hace casi un año, dejando tras de sí 200.000 muertos, por fin ha tocado fondo.

¿Pero es así? ¿Hay motivos para tanta algarabía? ¿Formará parte de la estrategia de Kiev demostrar que los ucranios han retomado territorios y con eso el ejército ruso y las pretensiones de Putin se han deshilachado?

La respuesta es contundente y severa. Subo el volumen desde el mando del televisor y me percato de que mi siesta no ha sido tan larga como he pensado: los rusos se hallan a dos kilómetros, a solo dos kilómetros, al otro lado del Dniéper. Sin ser, que no lo soy, un analista militar, algo me dice que, conociendo a Putin y la historia de Rusia, es un repliegue táctico. Ojalá me equivoque.