Los centros educativos nunca fueron –ni son– espacios seguros para las mujeres. La violencia se ejercita a diario: chicos/niños contra chicas/niñas o chicos/niños contra chicos/niños. También de hombres hacia mujeres u hombres que ejercen la violencia contra otros varones. Entender como espacios seguros los colegios, institutos de Secundaria o universidades no deja de ser un espejismo de quienes carecen de mirada feminista o coeducativa. El domingo pasado Levante-EMV publicó un reivindicativo reportaje sobre la «pornovenganza» que acecha a las chicas jóvenes, aportando el brillante análisis de Chelo Álvarez, psicoterapeuta y presidenta de la asociación Alanna. Como tantas mujeres víctimas de violencia de género, sabe mejor que nadie la dificultad que supone combatir la violencia contra las mujeres en los centros educativos, porque, malogradamente, el silencio del pasado rige todavía en la mente patriarcal de docentes, ciudadanía, familia. Soy un férreo admirador de Chelo y Alanna, de las muchas «chelos» que desde su asociación denuncian las injusticias hacia tantas mujeres maltratadas. No sólo por su labor reivindicativa, bien potente, por cierto, sino por su firme compromiso en el apoyo mutuo, tejer redes y sororidad entre mujeres vulnerables abandonadas, a menudo, por el sistema patriarcal, golpeadas por la misoginia judicial y ocultadas por un sistema educativo incapaz de mirarse a sí mismo y poner el foco de atención en los hijas e hijas de víctimas de violencia de género. Parece que estas criaturas no necesitan adaptaciones curriculares, o ayuda psicológica, o las acciones positivas pertinentes para facilitarles salir del bucle de la violencia que supone convivir con la violencia cotidiana; violencia contra su madre, violencia contra ellos y ellas, violencia psicológica, física, emocional, económica… Y violencia administrativa y/o institucional, la recibida cuando en sus centros educativos se olvidan de su relato de vida violentada, si acaso lo conocen.

Podría relatar numerosos casos reales de ese ninguneo a los hijos e hijas de víctimas de violencia de género, reconocidas como víctimas por el propio Convenio de Estambul firmado por 46 países europeos y ratificado en 34. Reconoce, por cierto, que la violencia contra las mujeres es una violación de los derechos humanos. En otro espacio pondremos luz a tanta oscuridad ya que los relatos merecen el protagonismo propio de historias difíciles e ignominiosas. Enfurece que el profesorado se mueva siempre bajo la marcha de las grandes legislaciones educativas; ahora toca la LOMLOE, ¿y después? Nos desvela evaluar, calificar, conocer los currículos, las ponderaciones o el Bachillerato burgués… Coeducar con el alumnado más desfavorecido, atender y dar soporte a las víctimas de violencia de género y tal, mejor para otro día o en fechas señaladas como el 25N o el 8M. Convendría sentarse a dialogar qué buscamos en la educación. Si buscamos excelencia y los mejores resultados académicos, como reclaman los docentes descomprometidos, aburguesados y mezquinos, o un sistema (co)educativo que construya un mundo en igualdad entre hombres y mujeres. Me planteo si eso es posible ocultando la realidad, a saber: que la violencia contra las mujeres y contra las criaturas hijos e hijas de las víctimas de violencia de género mantiene su vigorosidad en la cotidianidad de nuestros centros educativos. ¿Qué compromiso (co)educativo estamos dispuestas y dispuestos a asumir? Podríamos plantearnos esta cuestión de máxima urgencia. Entretanto, sigamos con las prácticas brillibrilli o pastel, como dice mi amiga Amparo Zacarés, compañera y columnista en Levante-EMV. Denunciemos, al menos, la confortabilidad de una conciencia anestesiada. Prefiero admitir que yo, como docente, normalizo la violencia de género en mi aula. ¿Y tú?