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Tonino

Qualis artifex pereo!

En la radio, lo de «abrir los teléfonos» podía pasar por un novedoso ejercicio democrático para dar voz al respetable público. A efectos prácticos era abrir la puerta a que los «me parece», «yo creo» y «en mi opinión» ocuparan el espacio. Una opinión no cuesta nada a no ser que se comprometa con lo real. Sin contraer una obligación, hace perder el tiempo como en un juego. De ahí el creciente interés por que todo el mundo se exprese libremente: cuantos más imbéciles haya opinando —a ser posible bajo un seudónimo o tutelados a sueldo— menos se escucharán las voces que nos puedan acercar a la verdad.

Esto no quiere decir que su opinión no importe, al contrario. Importa y mucho. Gracias a su opinión, o a su ausencia de opinión, se hacen todas las cosas absurdas que ocurren en su vida. Que un millonario de Singapur haga negocio con su identidad ciudadana asociada a un deporte de balón o que la cultura pueda adquirirse asociándola a un valor económico.

En España se teme a la cultura como se teme a la revolución. Aquí no hubo un Mirabeau, que se plantó ante el emisario del rey con una frase que fue en sí misma el germen de 1789: «Vaya a decirle a su amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que sólo saldremos por la fuerza de las bayonetas». Los que aquí intentaron frenar los absolutismos sufrieron sus consecuencias. Durante mucho tiempo la cultura en Francia, y no aquí, fue un cúmulo de descubrimientos y provechosos enfrentamientos, siendo todavía hoy en día, para bien o para mal, uno de los pilares de su prestigio y de su economía. Y digo para mal porque, aunque duela oírlo, el prestigio hay que mantenerlo con naturalidad.

Nuestro Gobierno parece querer darle por fin la importancia que debe tener el derecho a la cultura en nuestro país. Y esto es así porque este derecho amparado por la Unesco e incorporado a la agenda 2030 cuenta con el apoyo del Foro Económico Mundial y sus objetivos de desarrollo insostenible. Si este apoyo hubiera ocurrido antes de que lo cultural en nuestro país fuera tildado de inútil y alejado de lo popular —podría citar los años 80, pero me quedaría muy corto— estoy seguro de que hubiera acelerado el proceso de descomposición de nuestra cultura en partículas. Antes de fin de año se pretende crear por primera vez en la historia de España una prestación por desempleo estructural para los artistas. Es algo tan necesario como confuso y hasta un poco triste para los que sienten el arte como ese impulso irrefrenable ante el cual la justicia no podía alargar su mano ni para serle estrechada.

Excepto personalidades de carácter muy sólido, los artistas siempre han oscilado entre lo burlesco y lo patético debido a que la excentricidad era un escape de los convencionalismos. Hoy se han abierto, no los anticuados teléfonos, sino los smartphones de la cultura. Siguiendo los dictámenes del filósofo Risto Meijide, todo artista debe ser un producto y venderse. Hemos conseguido superar las pretensiones de Nerón, que supo mezclar como nadie la política y el arte. Existe la cultura del esfuerzo, la cultura del almuerzo y hasta la cultura del encuentro del papa Francisco. La cultura de escaparate, globalizada y uniforme, la posibilidad de adherirte con pegamento a una obra de arte para ayudar a la sostenibilidad. Y nuestra siempre amada «cultureta».

A un poeta que reprochaba a Lamartine que mezclara la poesía con la política, este le respondió aludiendo al célebre episodio incendiario de Nerón, un siglo antes de que Sartre pusiera de moda la palabra `compromiso´: «¡Vergüenza a quien puede cantar mientras arde Roma!». A lo que Brassens añadió después una de sus alegres guindas: cantemos, ¿qué más da? Roma siempre está ardiendo.

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