El Mirador

El minuto de una fotografía

Miguel Herráez

Miguel Herráez

A veces me pregunto cuánto dura un minuto. Digo con exactitud, más allá de lo que nos precisa la esfera del reloj de muñeca o lo que nos ofrecen los dígitos del teléfono móvil. No cuántos segundos dura un minuto ni cuántos minutos constituyen una hora o cuántas horas dan lugar a un día y etcétera, pues eso son planteamientos cuyas resoluciones logramos tras modestas operaciones matemáticas. Un juego. Solo, quiero decir, cuánto dura de verdad un minuto, cuál es su extensión en términos de objetividad y subjetividad. Por ejemplo, si alguien tiene a bien leer esta trastabillada columna empleará el doble de un minuto, o sea 120 segundos, salvo que algún tropezón de mis torpezas le haya obligado a frenar la lectura en algún instante. Es una longitud medida con la intervención de una máquina: reloj o teléfono.

Pero, fuera de estos supuestos analógicos, en la vida las sensaciones provocan que las cosas y las situaciones temporales se contraigan o se dilaten. El cerebro, en principio, es el que determina que uno se encuentre a gusto o a disgusto en un específico momento. La contracción y la dilatación vendrían a ser la sístole y la diástole que computan no la presión sanguínea de nuestro ciclo cardíaco sino la de nuestras emociones. Por tanto, es el cerebro (digamos, su lado irracional) el que media entre el tiempo y nosotros ante cualquier acto social.

Todos sabemos cuán larga se nos presenta, pongamos, una conferencia en la que no queríamos estar, o qué infinita es una hora de clase que aborrecemos, o el encuentro tedioso con un conocido en la esquina de una calle a quien habíamos ya olvidado. Esta subjetivización del tiempo consiguió expresarla en el espacio práctico de la novela Marcel Proust, de quien celebramos el centenario de su muerte (eso de celebrar una muerte me resulta complicado, pero no quiero rayarme más en esta reflexión que quiero cuadrar), pues es él quien desactivó el minutero del reloj e impuso el efecto del tiempo impresionista.

Traten ahora de calcular el tiempo, lo que sintieron los tres polizones que el otro día viajaron (lo de viajar es un decir) durante once días en el timón del petrolero Alithini II, según la foto publicada en prensa. En ella vemos a esas tres personas, agarradas a la pala, a menos de un metro del agua. El buque había salido de Nigeria y fue interceptado en Las Palmas.

Once días son muchas horas, que a su vez son cantidad de minutos. Podemos intuir que, subidos ahí, prendidos de cualquier manera para no caer al agua del Atlántico, la vida se debe de contemplar (escribo el dubitativo, pero sobra) como una diástole o una sístole a tope. Cada minuto sería una especie de impacto recordatorio en el que se citaban y sobreponían sus casas ahora abandonas, ellos de niños viendo en una tele un partido de fútbol europeo, una madre trabajando de sol a sol, hambre, un padre trabajando de sol a sol, enfermedades, muertes alrededor, dolor y de nuevo hambre y la esperanza de arribar a Europa. Nada novedoso. Recordemos también la tragedia de la valla de Melilla.

Habrá gente que ha despachado la observación de esas dramáticas fotografías en apenas un segundo por unidad. Un segundo de reloj, ojo.