PARECE UNA TONTERÍA

Sala de espera

Juan Tallón

Juan Tallón

Llegué a la sala de espera de Urgencias vestido con un chándal viejo, es decir, el que tengo, lleno de bolitas, y con un pie calzado y otro al aire porque no me entraba en la zapatilla. Y en silla de ruedas. Miré la hora cuando el celador me dijo «Espera a que te llamen» y se fue: las doce y tres minutos. Bonita hora, pensé. Después eché un vistazo al resto de pacientes y preferí, sinceramente, centrarme en lo mío, que, por comparación, casi se volvía apasionante.

Sobre las piernas tenía una pequeña mochila de tela oxford, con cuerdas, en la que me había dado tiempo a meter, antes de le llegada de la ambulancia, una novela de Russell Banks a medio leer y un libro de poesía de Fabio Morábito, también ya ligeramente empezado.

Por supuesto, allí dentro iba también la libreta roja sin la que, desde hace seis meses, nunca salgo de casa. A mayores, tenía conmigo el teléfono, con un 57% de batería, nueve castañas asadas, por si venían mal dadas, y la cartera, que, cuando se cumpliese la segunda hora de espera, descubriría que estaba vacía.

Más allá de que no sabía si tendría un pie roto, y de contar al menos 15 personas por delante de mí -luego iría descubriendo que algunas de las que llegaron más tarde también estaban por delante-, la situación me pareció excelente. Durante un rato creí que lo tenía todo en esta vida: libros, víveres, una vía de comunicación con el exterior a través del teléfono, y otra con el interior gracias a la libreta.

Pero el tiempo empezó a pasar. En algún momento los segundos se volvieron piedras. A las dos de la tarde ya me había comido las nueve castañas, y seguía con hambre. A las tres y media había acabado la novela. Tenía sed, pero como estaba sin blanca aguantaba, consolándome con que me restaba aún la salida del grifo del váter. A las cinco me quedé sin poemas. Más o menos a esa hora dejé de soñar con los sándwiches de las máquinas de vending: perdí el hambre como se pierden los recuerdos o la ilusión de vivir. Apagaba y encendía el teléfono cada 30 minutos, porque, de pronto, me di cuenta de que solo me quedaba un 5%. Por supuesto, siempre había pacientes delante.

Me aferré a los poemas ya leídos. No sé ni cuantas veces leí el de la página 28, que empezaba así: «Los mapas se hacen / al amanecer del domingo, / cuando la población / está dormida y son más claros / los relieves de la patria. / Los geógrafos se apuran, / desechan una curva, / corrigen una costa, / ponen al día la patria / que se modificó debido al mar, / al viento y a los deslaves. / Saben que un árbol caído, / un incendio doméstico, / o un cambio de pronunciación / en los suburbios repercuten en el dibujo de la patria». Cada vez me parecía más fascinante, por esa forma en que el poeta habla de los inevitables y continuos cambios, y de cómo un país se escapa siempre del sentir de todos y nunca se está quieto, caducando al día siguiente de la puesta al día. Incluso yo, después de seis horas y cuarto, abandoné la sala de espera por la de radiología.