Visiones y visitas

La fiesta sin alma

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

La Navidad está «en el aire»; ha llegado el «hechizo», la «magia» de la Navidad; buscan a la Navidad un algo que suplante su auténtico significado, un aura milagrera y fabularia que genere vacación sin compromiso. La masa rebelada rechaza la espiritualidad, pero no el asueto; por eso abraza el sinsentido, el absurdo, la estupidez de celebrar por todo lo alto las fiestas religiosas desde una estricta secularidad. Ni siquiera se molesta en justificar nada; simplemente organiza una fiesta sin alma que, como se grita sin descanso en las películas y los intermedios, «está en el aire». La posición es ridícula, pero ¿cuándo ha preocupado el ridículo al espíritu vulgar? Admitir que la Navidad conmemora el nacimiento de Cristo es admitir la trascendencia y la libertad que supone -libertad verdadera de hacer lo correcto-; reconocer que dejarse arrastrar por el instinto es una esclavitud; complicarse la existencia inercial y muelle, fofa y facilona, sórdida y narcótica. Por eso la rebelión prefiere quitar la mayúscula, paganizar el motivo, banalizarlo, vaciarlo para embutir consignas huecas -«salta», dicen, sin explicarnos por qué, tomándonos por tontos, esperando que nos contagiemos del entusiasmo espurio y el frenesí postizo que nos arrojan como se arrojan algarrobas a los cerdos-; consignas huecas y cierto gregarismo cerril en cuyos densos vapores pretenden sumirnos. La Navidad, para el hombre-masa, no va más allá de los regalos, las comilonas, los atuendos y una extraña, dramática, rebuscada y espasmódica felicidad; esa felicidad impostada, fingida, escenificada en la gélida mueca de la red social, de la realidad paralela, del mundo pandereta que la turba rebelada, esa cáfila palurda que ha confirmado las predicciones de Ortega y Gasset, ha superpuesto al mundo real. Se vive con el avatar, en el avatar, en el entorno controlado que se fabrica uno, diseñando un relato ultracorregido, hipermaquillado, requeteperfecto que sólo se da en la virtualidad electrónica. Los galeotes de la rebelión cultivan su felicidad onírica en el invernadero de los ceros y los unos, donde todo es posible pero nada sucede porque todo es mentira, donde no hay un sentido ni un objetivo ni un significado, y luego intentan reproducirla en su vida corpórea, tangible, sensible y doliente. Craso error, estampa triste del populacho alborozado por la fiesta religiosa; de la chusma evacuando las ciudades con los ojos chiribitas, el rostro ilusionado y la razón in albis, mascando el hollejo de la fiesta, eligiendo la cáscara y desechando el fruto para no comprometerse, celebrando algo sin querer saber qué. Después de la rebelión importa la fiesta pero no el motivo; importa coger de cada cosa la conveniencia, el beneficio material, el placer sin el deber, el capricho y la diversión. A la masa rebelada le sobra el contenido; sólo busca una excusa para la única meta posible cuando se descarta el espíritu: la evasión. La masa busca un pretexto para evadirse del castigo laboral, del artificio social y del martirio familiar; una coartada para esquivar el silencio, para no encontrarse con uno mismo, para ofuscarse, para pasmarse, para sumirse a fondo en el delirio y el aturdimiento que sólo se consigue a medias, los días laborables, con el horrísono fragor de los auriculares. La rebelión ha generado una masa de fuguillas y maulones que trampean su existencia; una muchedumbre de huyentes que necesitan respuestas pero no quieren buscarlas. Prefieren -les han inducido a que prefieran- habitar un limbo confuso, una zona muerta, una sala de pasos perdidos donde todo se celebra y nada se comprende, un impasse inacabable, un paréntesis perpetuo en que no se avanza ni se retrocede, un estancamiento en que la naturaleza humana se asfixia. La masa rebelada es un enorme hatajo de alucinados en apnea, y la fiesta huera es helio que les dan a respirar, un gas que no es aire, que les apepina la voz y los convierte poco a poco en caricaturas, en moharrachos risibles y llorables. La Navidad no está en el aire, no, sino en la historia del mundo entero y en la de cada cual. Es la felicidad suprema, la liberación verdadera que todos buscan pero muchos temen porque puede sacarles de la zozobra, de la cómoda y peligrosa insustancialidad, esa charca de procacidades, atolondramientos, evasiones y gregarismos en que resbalan, se revuelcan y no aciertan a salir.