Algo personal

Tren a Ítaca

TREN A ÍTACA

TREN A ÍTACA / Alfons Cervera

Alfons Cervera

Alfons Cervera

En Llíria no había campo de fútbol. Antes estaba el Pedregoso. Ya se pueden imaginar que no caías sobre un mullido césped en cualquier encontronazo con un jugador rival. Las primeras botas con punteras de refuerzo. Los primeros balones con un costurón que te dejaba en la frente una señal grabada a fuego, como si formaras parte de una secta satánica. Cuando un grupo de jóvenes fundamos el club, jugábamos los partidos en Benaguasil, el pueblo que estaba a una parada de tren. La estación apenas distaba doscientos metros del campo de fútbol, pero no hacía falta que fuésemos a la estación para coger el tren de vuelta a Llíria. Lo esperábamos a la puerta del campo y sin peligro alguno nos subíamos en marcha. No era precisamente un AVE aquel tren que era como los viejos convoyes de las películas del Oeste. No, aquellos viejos trenes no eran como el AVE, pero se parecían mucho a los que ahora, ya bien metidos en el siglo XXI, cubren el trayecto de València a Barcelona.

Viajar en tren a Barcelona desde València o Alicante es como participar en una de las aventuras de Indiana Jones. Llegas a la estación y confirmas en los letreros luminosos los horarios. Salidas. Llegadas. Vía de estacionamiento. Como ya estás acostumbrado al cachondeo, no les haces ni caso. Llegarán cuando quieran. Saldrán cuando les dé la gana. Creo que deberían ofrecer gratis el sombrero, las botas y el látigo, que son la imagen de marca de Harrison Ford para enfrentarse a los malos de la película. Tiempo para vivir largamente la aventura sí que tenemos. A veces cambia el paisaje, miro por la ventanilla y veo cómo nos pasan los caballos de los cuatreros. Y de repente, la expedición ha de hacer un receso. Demasiado trajín para que el cuerpo aguante sin una pausa de hidratación. El tren se detiene. Quieto parado en medio de la nada. Camp de Tarragona. Eso pone el cartel. En teoría, ese parón estaba solucionado desde que se inauguró el nuevo trazado hace un par de años, cuando pasó a mejor vida el tramo de vía única que convertía el trayecto en una versión nada actualizada del que seguían los Hermanos Marx echando leña a la caldera de la locomotora: más madera, que es la guerra. Entonces, mientras esperabas a que pasara el otro tren, podías leerte enteros los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Ahora, con el apaño de las vías, sólo puedes leer los cuatro primeros y las cien primeras páginas del quinto. Tampoco está mal. Y para completar la aventura viajera veo que más de mil empresarios se reúnen en Barcelona para protestar porque el Corredor Mediterráneo avanza más lento que el coche escoba en una carrera ciclista. ¡Corredor Mediterráneo ya! Eso dicen en sus protestas. Lo de ser antisistema se está poniendo de moda.

Me parece muy bien esa exigencia. Lo que me pregunto es por qué, antes de exigir el AVE a Madrid hace veintidós años, no hicieron lo mismo con el Corredor Mediterráneo. ¿Será porque los gobiernos de entonces no eran los mismos de ahora? Los intereses de la alta velocidad. Un buen negocio para algunas familias rimbombantes que tenían terrenos en los sitios donde luego construirían las estaciones para el AVE. El desmantelamiento de otros servicios ferroviarios y de todo lo que no pasara por Madrid. Estaciones de AVE tan desiertas como el aeropuerto de Castellón que construyó para su nieto Carlos Fabra antes de que lo metieran en la cárcel.

Mientras tanto, viajar de València a Barcelona es disponerte a protagonizar la película de tu vida. En el trayecto puede pasar de todo. Tiempo hay para eso y para más. Incluso llegas a creerte aquello de que viajar sin prisas puede ser un placer infinito. Y subirte a un Euromed -por no hablar ya de un Intercity- es como entrar en la máquina del tiempo. Te repantigas en tu asiento, le das a la tecla de inclinar el respaldo y al poco rato te has convertido en uno de los sospechosos de haber matado a Samuel Ratchett en Asesinato en el Orient Express. Quien no se consuela es porque no quiere.

En cada viaje a Barcelona, me acuerdo de aquellos viejos vagones que nos llevaban de Llíria a Benaguasil los domingos de fútbol. Han pasado muchos años y es como si no hubiera pasado ninguno. Bueno, para los chavales que éramos entonces sí que se nota -y tanto- el paso del tiempo. Pero los trenes que me llevan a Sants desde la estación del Norte o Joaquín Sorolla podrían perfectamente estar en un museo, al lado del que sacaba Buster Keaton en El maquinista de la General o el que en El tren de las 3:10 llevaba a la prisión de Yuma al bandolero Ben Wade. Lo importante, al fin y al cabo, no es llegar al destino sino que el viaje se convierta en una experiencia de vida. Algo así como imaginar el viaje de Ulises en su vuelta a Ítaca, pero en tren en vez de en barco. Eso sí, no creo que la imaginación tenga un descuento a la hora de comprar los billetes. La próxima vez lo pregunto en taquilla. A ver qué me dicen, ¿vale? A ver qué me dicen.

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