Visiones y visitas

Los pájaros

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

Revolotean los pájaros entre inmuebles hundidos y personas en ruinas. Pululan arriba y abajo, tan esquivos como siempre, sorteando cascotes, forjados y chatarras, y como siempre guardando la distancia mínima con el avieso humano. Son los pájaros de siempre haciendo lo de siempre, lo suyo, lo pájaro en medio de una situación que no es la de siempre sino mucho más absurda. El seso de los pájaros no es mayor que una lenteja, y sin embargo estarán preguntándose por el motivo de semejante fragor. Generaciones y generaciones de pájaros deben habérselo preguntado centuria tras centuria, viendo a los implumes atizarse de lo lindo. Es lo primero que llama la atención, después de lo evidente, cuando el telediario da el parte de guerra: los pájaros buscándose la vida entre la desolación de la ciudad y el bellísimo paisaje ajeno al cañoneo. Los pájaros, que no dan un saltito innecesario ni agitan las alas gratuitamente; que no despilfarran jamás la energía, se hacen cruces observando cómo los tontos de capirote pierden la vida ofendiendo y defendiendo, rabiando y llorando, mordiendo y arañando en vez de practicar esa excelente habilidad, única en la biosfera, de producir su propio alimento. Los pájaros contemplan, ateridos en sus ramas, ahuecando el plumaje y apostrofando al invierno, que las noches humanas han vuelto a ser negras, y que los días, habitualmente regulares y cadenciosos, viven ahora el paroxismo y el sobresalto, el miedo y el avizor. A los pájaros, mientras dan el número justo de brincos para obtener pitanza y contemplan la estupidez humana, el cerebro les coge forma de interrogante. Como todo el mundo sabe, la longevidad viene dada por el ritmo del corazón; y los pájaros, que lo tienen acelerado, viven poco. Eso les hace saborear cada instante —cada lombriz, cada vuelo, cada paisaje— con la máxima intensidad. Imposible, por tanto, que un ser tan menudo y sensitivo no esté perplejo al ver al hombre abreviarse la existencia. Las dos imágenes de los informativos: edificios hundidos y pájaros. Los edificios de Ucrania y todos los pájaros de la historia; todos los pájaros de todos los tiempos representados en uno, que revolotea nervioso —a nosotros nos parece nervioso porque su vida, más corta que la nuestra como acabamos de precisar, discurre a cámara rápida—, mira el objetivo, se posa en un alambre, salta de rama en rama o cruza raudo frente al graffiti de Banksy. Los pájaros también denuncian la guerra con graffitis, aunque más efímeros porque los trazan en el aire con vuelos y planeos, con ires y venires, con saltos y acrobacias, con líneas de asombro y extrañeza que duran un instante. Los pájaros de Kiev, del Dombás, de Donetsk, de Lugansk son los pájaros eternos que presencian todas las guerras; los mismos pájaros que se agitaron entre los barracones de Auschwitz, que se posaron en los alféizares de las ventanas tras las que Mengele cometió sus atrocidades, que asistieron desde las cornisas y las ramas al tétrico espectáculo de la guillotina; los mismos pájaros que huyeron despavoridos al primer impacto contra el World Trade Center, y los mismos que atalayaron, emboscados en el follaje, los duelos decimonónicos; los mismos pájaros que aletean junto a los niños que mueren de inanición; los mismos pájaros de todas las violencias, injusticias y salvajadas de la estulticia racional. ¿Quién dice que no lo son? ¿Quién puede aportar alguna prueba de que los pájaros de ayer no son los de hoy? Cada ser humano es único e irrepetible; pero no hay diferencia entre los pájaros, los gorriones comunes de todas las calles y todos los tejados. No es posible distinguirlos, por lo que nada contradice la idea de que han asistido estupefactos, durante milenios, al cretinismo incorregible del mono calvo.