A vuelapluma

Fuera de lugar

El yihadista de Algeciras gritó "muerte a los cristianos" y "Alá es grande"

El yihadista de Algeciras gritó "muerte a los cristianos" y "Alá es grande"

Alfons Garcia

Alfons Garcia

No encontrar un sitio. Supongo que es un síntoma de la edad. Me acaban de acusar de heteronormativo y me ha costado entender si era un elogio o una afrenta. En estas cuestiones de los géneros fluidos y los binarismos o no binarismos uno se da por superado, fuera de lugar. Me pasa lo mismo cuando toca reunirse con parte de la familia y aparecen sobre la mesa la Iglesia, la monarquía y demás valores e instituciones intocables (la defensa de, quiero decir). Uno se siente extraño, fuera de lugar. Debe de estar bien tener grandes certezas. Debe de producir seguridad y autoestima a quintales. Hay gente que tiene suerte de encontrar enseguida su lugar. Quizá el no lugar es un lugar. No sé si eso es el limbo o el purgatorio. O el paraíso. O la nada.

Me pasa con la patria. Que amenaza con regresar. Si es que se fue. Nunca se va. Se ponen las cosas algo mal (o quieren que se vean mal) y reaparece. Con toda la furia. Madrid se llenó de banderas el fin de semana pasado. Eran banderas españolas contra el Gobierno de España. Una manera de decirle que se vaya, cosa legítima y saludable, solo que no ayuda a construir algo sano hacerlo a banderazos. Más bien destruye si los símbolos son parciales, solo de unos. Los valencianos, aseguro, sabemos de eso. En todo caso, hay batallas que es mejor perder. Que todo sea eso. Si la derecha quiere las banderas, todas para ella. La española, la valenciana y la austrohúngara. Hubo un tiempo en que Pablo Iglesias reclamaba también el concepto de patria. Cuando quería ser transversal. Hace mucho de eso. Yo no sé si no me quedan patrias o he cambiado de ella. Quizá la no patria es una patria.

La fe es otra de esas verdades que exige fidelidades en demasiadas ocasiones absolutas. Hay grandes conceptos cuya defensa siempre bordea las fronteras de la intransigencia. El fanatismo se cuece cuando se radicalizan creencias de nación y de religión: cuando el amor a lo propio se enciende hasta el odio al otro. Lo hemos visto de nuevo estos días. Odio y señalamientos son primos hermanos.

Exacerbar la realidad es otra forma de radicalidad. Para que todo cambie, todo ha de ir fatal. Todo no va bien, ¿pero va tan mal como algunos se empeñan en ver? La economía se iba al garete y ha resistido con bastante solidez, mejor que en países vecinos. La riqueza progresa más de lo previsto. Las cifras de empleo son las mejores en tiempo, aunque desaceleren. A la Comunitat Valenciana han llegado inversiones históricas. Se ha frenado el descontrol de la factura energética. Es verdad que los precios de la alimentación se han desbocado, ¿pero las cifras objetivas son las de un panorama apocalíptico? Es lo que parece a menudo. Las banderas y las emociones ayudan a eso, a desdeñar los datos. La destrucción siempre ha sido un ejercicio más sencillo que el de la construcción. Cualquiera que haya jugado con mecanos lo puede decir.

Pero ha de haber algo más, porque es fácil percibir un poso de insatisfacción colectiva. Los datos de salud mental lo indican: un suicidio cada día evidencia una sociedad con problemas. Quizá es la ausencia de un futuro prometedor, la mancha espesa de la precariedad, no saber por qué salimos cada día de casa, si es que ya no hay grandes futuros, o si hoy futuro es solo una palabra pequeña. Estamos en el mejor de los mundos, en el mejor de los tiempos, pero estamos insatisfechos, doloridos y amargados. Son sentimientos propicios para los fanatismos, que ofrecen una revolución fácil, llena de vigor y entusiasmo.

Prefiero los entusiasmos pequeños, como la lavandera blanca que estas mañanas frías alegra el parque solitario y helado. La belleza sencilla, frágil, en blanco y negro, sin más pretensiones, sin estridencias de color, es una gran verdad. De las que nunca están fuera de lugar.

Suscríbete para seguir leyendo