La columna

"Deconocio"

Imagen de archivo de una patera en el litoral del Portitxol de Xàbia

Imagen de archivo de una patera en el litoral del Portitxol de Xàbia / Levante-EMV

Carles Senso

Carles Senso

Algo no cuadra a simple vista cuando miras la fotografía. Algo no cuadra en el mundo. «Deconocio», reza la improvisada lápida. Sin nombre, sin apellidos, por supuesto sin rostro. Una fecha: 29-6-18. 2018, se sobrentiende. Queda demasiado lejos 1918, pero no se especifica. Escrito a mano, con una caligrafía propia de un niño. Una tumba individual que es una fosa común. Anónima, sin vísceras éticas, inhumana. No, por supuesto, la desdichada persona que dentro yace ya para siempre. Sin corazón el método, el sistema, la realidad impuesta. Inhumano quien lo permite. La tumba de un migrante, fallecido en el Mediterráneo, en el paso entre Marruecos y España. Un sepelio en Barbate. «Deconocio». Con su error ortográfico. Con su quebrantamiento racional. Una ofensa. Un insulto. Una puerta cerrada.

El toque andaluz. También el desliz lingüístico de un sepulturero que bastante desgracia tiene con formar parte de la correa de transmisión de un sistema salvaje que margina y silencia. Silencia y margina. Sí, y asesina con su marginación.

Human Rights Watch documentó que el 75% de las personas de los naufragios siguen en las profundidades del mar. Más de 3.000 migrantes murieron o desaparecieron en el Mediterráneo y el Atlántico en 2021 al intentar llegar a Europa, una cifra que duplicó las víctimas de 2020, según reveló la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En 2022, 1.373 personas murieron en el Mediterráneo central en ausencia de un sistema de rescate centralizado. Desde 2014 se han producido más de 25.000 muertes. Cinco personas mueren cada día en el Mediterráneo. Cada día. Todos los días. El día que lees esto. Ayer, mañana. Cuando olvides el artículo. El domingo, el miércoles.

«Deconocio», en otras tumbas (pues ni mucho menos esa es la única), es «africano muerto en la costa de Tánger». «Deconocio» quizá procedía de Senegal. Quizá era un joven con la fuerza de un titán y la ilusión de un niño. Quizá atesoraba la esperanza de aquel a quien difícilmente la vida le puede golpear más fuerte. Posiblemente dejaba atrás su querido mundo, al que soñó regresar cinco segundos después de cerrar aquella puerta tras aquel seco y descosido «adiós». Quizá todo ello o quizá nada. Y quizá todo está errado de inicio y «deconocio» era una mujer. De esas que sufren asaltos, robos, violencia sexual, maltratos, secuestros y extorsiones antes de subirse a una inmunda barcaza para jugarse la vida. Rodeado de la más profunda de las oscuridades. Cercado también de un miedo que cala por los poros, que silencia, que pesa. Sitiado por el sudor frío. Arrinconado, siempre acorralado.

«Deconocio» sufre un martirio inenarrable antes de su último bocado de aire. La angustia, el pavor. La sal en los pulmones, el final ante los ojos. El miedo, el miedo, el miedo. La pena, el arrepentimiento, la tristeza. «Deconocio», un cuerpo sin identidad, sin nombre, sin procedencia, sin pasado, sin porvenir. Enterrado en silencio. Sin nadie que le llorase aquel día. Con las lágrimas de sus familiares y amigos que le añoran y desconocen su paradero. Países (y sociedades) que no respetan a los vivos y tampoco a los muertos.