la columna

Fuera del teatro

Toni Tordera

Toni Tordera

Me han honrado con un premio. Vinculado a la creatividad, esto es, a las artes escénicas, pues éstas no merecen ese calificativo si no son creativas, sean de gran presupuesto o mínimo (estas últimas abundan en nuestra triste realidad actual). Pero botín o migajas los euros nada garantizan. Son necesarios los dineros, pero también el arte y las oportunidades.

Pero hoy quería hablar de otras cosas o, mejor, personas. Porque un premio es un reconocimiento, pero también es un minuto de gloria. Así que, para atenuar ese deslumbramiento fugaz, me limpio los ojos recordando amigos del teatro que han desaparecido en las sombras o en el anonimato.

Para entender la vida de las gentes del teatro (me niego a decir teatreros), hoy me la imagino recordando que, mientras en Navidad esperaba a los Reyes Magos, me llevaban a la Feria de Atracciones. De aquellas había una con susto previsto pero agazapado, la misma que recuerdan mis coetáneos: ¡el Látigo!

Y es que, o así lo pienso, la vida de los del teatro tiende a discurrir más o menos tranquilamente, en el escenario o en la sala de ensayos; porque castings hay pocos. La cinta avanza, si no plácidamente, sí con lentitud; la vida también avanza despacio, protegida por las cabinas de la feria de las vanidades y los trabajos. De pronto, inesperadamente la cabina gira 180 grados a gran velocidad; como un látigo que podrá expulsar a algún viajero.

De todos los posibles extraviados o expatriados –o tal vez fugitivos- y aunque hoy debiera honrar a un intelectual memorable como lo ha sido Vicent Salvador, nombraré a quienes se cruzaron en mi camino por los escenarios.

Es el caso de aquella joven (no daré nombres), de quien una gran actriz trágica, mientras recitaba con voz de mujer el Apocalipsis, me dijo: «Un día esa mujer será una triunfadora actriz dramática. Lo veo en el temblor emocional de su voz». Pero no ha ocurrido.

O es el caso de la pareja de locos que Lope de Vega me propuso y que fueron un regalo actoral. Del uno – más delgado y de ojos verdes-, se me quedó grabada la mirada en sus interpretaciones, o su caracterización como loco divertido, tras informarse en un psiquiátrico, al más puro modo del Actors Studio. Ahora sólo sé de aquel actor bufón que -en este nuestro territorio tan desarticulado-, habita en nuestro Sur. Callado, sólo acompañado por colegas igualmente silenciosos o silenciados. En cuanto al otro gracioso de Lope, - genial pareja de clown-, poco se sabe.

Un día me encerré con dos actores para enfrentarnos a un duro texto irlandés, Howie y el Rookie. Siento que es lo mejor que he hecho, aunque sometido a la ley de las programaciones breves en nuestros teatros, hoy aún más y más breves. Y bien, tras unos años, Howie salió expulsado por el látigo de las atracciones, y él poco quiere que se sepa hoy.

Del cuarto caso sé por dónde se esfumó: En el espejo de un camerino del Dramaten de Bergman (Estocolmo), donde una gran Bibi Anderson le dio la bienvenida, cuando allí, con Goya, fuimos a actuar. Pero, por suerte, el espejo de Alicia no tiene fondo, y hoy existe una compañía en Madrid que en su honor tiene por nombre La Belloch.

La lista es incompleta, pero me falta sitio. A muchos los quiero imaginar afortunados, aun con cicatrices, en otras vidas. Pero es curioso que siendo el teatro el arte de la memoria, sus habitantes y sus mandatarios tengan tan poca memoria. Me consuelo, insisto, pensando que la feria es la puerta para otra ilusión de felicidad. Lo creo. Hoy. Afortunado hoy, con mi Premio de ahora, mientras mi propia cabina avanza lenta pero inexorable, sabiendo del Látigo que espera.