No hagan olas

Enemigos del comercio contra la libertad de mercado

Juan Lagardera

Juan Lagardera

Coincidí con el sociólogo Antonio Escohotado en varios actos a lo largo de la última década del siglo pasado y trabamos cierta amistad. Sería en torno al cambio de centuria cuando me contó por teléfono que estaba escribiendo su «gran obra», una génesis sobre la importancia de la actividad mercantil a lo largo de la historia. Escohotado era un intelectual de origen progresista, contestatario y lúdico, un pensador de lo sagrado que no de la religión.

El primer volumen de aquel libro que andaba preparando se publicaría en 2008 bajo el título Los enemigos del comercio. Una historia moral de la propiedad, cuya edición completa culminaría en 2017. Tres gruesos volúmenes a lo largo de una década para desentrañar las relaciones de la política y la economía más allá del marxismo, o por decirlo a su manera, una disección del propio Carlos Marx y del origen del pensamiento economicista contemporáneo a partir de las relaciones materiales y mentales de la humanidad con los principios de la propiedad y del intercambio. Es una obra magna, extraordinaria, para comprender aquello que llamamos capitalismo.

Aclara Escohotado que la vilipendiada sociedad de consumo es un acontecimiento muy reciente, frente a más de tres mil años de economía dominada por guerreros, sacerdotes y políticos que han querido fiscalizar la libertad del comercio. El mercado, sin embargo, siempre ha funcionado mejor cuando se ha dejado a la libre iniciativa, y con su desarrollo se ha generado más fortuna y bienestar entre la población. Incluso durante la revolución industrial, como lo vino a mostrar el éxodo masivo de la población del campo a las ciudades fabriles que se produjo entonces. La creencia en una sociedad feliz y primitiva regida por principios comunales es pura ficción; la utopía de una vida rural sin tecnología a merced de la naturaleza, resulta una falacia.

Contra lo que El Capital marxiano señala, la sofisticación de los mecanismos del mercado ha evolucionado al mismo tiempo que la propia sociedad económica, pues sin un derecho mercantil avanzado habría sido imposible llegar muy lejos. Una ordenación que conocemos bien los valencianos, dado que nos consta la existencia de las primeras letras de cambio en València –la Taula de Canvis, autorizada en 1407–, la ciudad donde también se construye una de las principales lonjas para mercaderes de su época, y en cuyo salón columnario existe una inscripción latina en gran tipografía que reza lo siguiente (en traducción libre): «Pasar y ver, conciudadanos, qué bueno es el comercio que no usa la palabra para el fraude, que jura ante el prójimo y no le engaña, que no presta su dinero con usura. El comerciante que así actúe, redoblará su riqueza y alcanzará después la vida eterna».

Varios siglos más tarde, el líder de la revolución rusa, Vladimir Ilich, Lenin, no solo escribió un libro de referencia doctrinal –La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo–, sino que al final de su vida, hacia 1923, ya enfermo y sin capacidad política, reconoció el severo error bolchevique al anular la propiedad privada de la tierra. Al otro lado del planeta, en la América de promisión, los excesos del capitalismo basado en la especulación financiera precipitaron un profundo crash económico en 1929 y la necesidad de intervención del sector público para frenar la pobreza creciente.

La profunda diferencia entre un modelo y otro radicó en la libertad. En la Unión Soviética nunca fue posible incorporar la crítica y el individuo al sistema. En los Estados Unidos capitalistas, políticos liberales crearon leyes antitrust y fiscalías contra los delitos económicos, mientras sus intelectuales denunciaban los abusos en los negocios. El cine clásico de Hollywood fue paradigmático al respecto. Cineastas como Preston Sturges, el mismo John Ford, y en especial Frank Capra defendieron un capitalismo de rostro humano. Tan es así que el actual dirigente valenciano de Podemos, Héctor Illueca, escribió no hace mucho un largo y elogioso artículo en el digital del Confidencial en favor de Qué bello es vivir (1946), el sentimental filme de Capra que dedicó a exaltar la Compañía de Empréstitos de Georges Bailey (James Stewart) frente a la avaricia de la Banca Potter (Lionel Barrymore).

Nadie en la dirigencia de Podemos debe haber leído a Illueca. Allí, al calor de sus ministerios, la política parece que se traza con rotulador grueso. No hace mucho, cometieron la insensible denuncia de Amancio Ortega por sus donaciones a la sanidad pública, a pesar de que el milagro industrial y comercial de Inditex es responsable de buena parte del crecimiento económico de Galicia, tierra de emigración hasta hace pocas décadas. Ahora le ha tocado el turno a Juan Roig por haber levantado una empresa líder, Mercadona, cuyo beneficio general para el conjunto del país, y en especial para la sociedad valenciana, es innegable.

Ione Belarra ha hablado de «capitalismo despiadado». Mercadona, en cambio, cuenta con cerca de 100.000 trabajadores, y tiene una tasa de rotación entre sus empleados apenas del 2%, cuando en el mundo de la distribución anglosajona se supera el 30%. Quiere esto decir que solo un 2% de los empleados de Mercadona dejan la empresa a pesar de la amplificación que se ha dado a algunos casos puntuales. El crecimiento laboral en la compañía valenciana está garantizado porque es una de las características de su política de personal: la promoción interna, la valoración del mérito y el esfuerzo como camino hacia los puestos de dirección. Es también, una de las pocas grandes compañías europeas que redistribuye parte de sus beneficios por objetivos entre sus trabajadores (375 millones de euros en el último ejercicio), y que más empleo estable femenino genera en el país dado que en torno al 60% de su plantilla son mujeres.

Pero no es fácil trabajar para la gran cadena de suministro creada por Juan Roig. El nivel de exigencia es altísimo, no se permiten los errores ni los excesos de costes. Mercadona lucha a diario por evitar despilfarros con sus proveedores. No todo el mundo está dispuesto a armonizarse con esa filosofía exigente. Pero cuando así ocurre, el servicio al cliente –al jefe, como le gusta decir a su presidente–, se antepone a cualquier otro criterio. Belarra haría bien en observar que el margen de beneficio a cuenta de la facturación de Mercadona es uno de las más bajos, no llega al 3%, en este «despiadado» universo capitalista.

Para comprender el modelo Mercadona –estudiado en las mejores facultades de business del mundo–, conviene releer un magnífico ensayo de John Mackey, profesor invitado en Harvard, otro progresista de formación que entendió el capitalismo cuando fundó su primera tienda de alimentación naturista. Su libro, Capitalismo consciente, texto de cabecera del propio Juan Roig, es una contundente defensa de la ética en los negocios –como en nuestra Lonja–, de las dificultades casi heroicas de quienes se atreven a crear una pequeña empresa –más del 90% cierran antes de los tres años, generando deudas y liquidando ahorros familiares–, y de las ventajas que se derivan de beneficiar al cliente y al trabajador. Mackey se enfrentó al mismísimo Milton Friedman, el apóstol del accionista, para defender su modelo consciente. El propio Juan Roig abandonó hace tiempo sus inversiones de carácter bursátil para centrarse en la economía real. En València, junto a la orilla del mar, ha fundado una escuela de empresarios y un semillero de emprendedores. Allí no hay nada despiadado, solo la brisa que trae el Mediterráneo, cuyas rutas crearon el gran comercio, en les duanes del mar, como dicen en Xàbia, la antigua Hemeroscopeion.

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