Fuera de compás

Memento mori

MEMENTO  MORI

MEMENTO MORI / Fernando Soriano

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Morirse es una mierda, y no sé si lo sabrán, pero últimamente se está muriendo gente que no se había muerto nunca. Me refiero, sobre todo, a esto del rock and roll, pero no dudo de que, de los otros, de los que conocemos de verdad, a los que hemos tocado y amado, también están cayendo sin parar. Es ley de vida. Con Lou Reed fui consciente de que se había abierto el bote. Después, Bowie, Cohen, Walker y Watts se marcharon espaciados en el tiempo, pero es que no vean el espolsón de estas últimas semanas: McVie, Crosby, Beck y Verlaine. Todos nombres de personas que ocupan un par de palmos en mi estantería de vinilos y con los que, ríanse si quieren, había desarrollado una singular relación de aprecio y admiración. Una comunicación unidireccional, sí, pero con un muy profundo impacto. Una extraña conexión emocional.

En unos pocos años se irán McCartney, Jagger, Richards, Dylan, Pop, Young, Clapton. Qué horrible vértigo seguir con esa inevitable lista negra, qué dolor anticipado saber que, si todo sigue su curso natural, vamos a enterrar a la generación que puso esto en pie. Y es que el rock es un arte nuevo, no tiene ni siete décadas. Para los amantes de la pintura es como ver morir en pocos años a Da Vinci, Velázquez, Rembrandt, Goya, Picasso y Pollock. Para los del cine, Chaplin, Welles, Lubitsch, Ford, Hawks, Coppola y Scorsese. Así, como de un golpe de corbella.

Total, que recordando que soy mortal, y aburrido de leer esos obituarios, siempre el mismo en realidad y que tanto rechazo me provocan escribir cuando me toca, me dio por pensar en mi propio deceso y en la música que pondría para animar, es un decir, mi funeral. Pensamientos que, además de ser divertidos y enriquecedores, me van a servir para dejar el asunto atado y bien atado, como dijo Pantanitos. Para que ustedes sepan qué hacer conmigo el día que Átropos me corte el hilo después de un fallo multiorgánico provocado por un colosal atracón de bogavante y ostras en Saint-Malo. En los postres, al pobre no le funcionaban ni las patillas, no reaccionó ni siquiera cuando descorchamos la segunda botella de aquel carísimo Sauternes, les confesará, compungida, mi esposa.

Hay óbitos mucho peores, oigan, como cantaban Def Con Dos en «Pánico a una muerte ridícula». Explicar qué hacía el difunto con una gallina o por qué encontraron al lord diputado con una bolsa en la cabeza y las ligas de la asistenta en los muslos suele ser un mal trago. También hubo funerales realmente rocambolescos, como el de Gram Parsons, en el que robaron el féretro y lo incineraron en el desierto, o directamente bochornosos, como el de GG Allin, cuyo cuerpo sin adecentar apestaba a alcohol, sudor y cacotas. Recuerden cómo fue la vida de esta joyita de sujeto. Aquello se convirtió en una fiesta salvaje, con sus amigos puestísimos posando con el cadáver y adornándolo con merca y priva. Hay vídeo, se los juro. Yo algo normalito, en mi estilo. Caja cerrada, sin crucifijo, muchas fotos cachondas que aportarán mis allegados, una neverita bien surtida y un altavoz que escupa nuestra música favorita. A la hora de la despedida final, cuando se digan unas emotivas palabras y el montacargas se lleve el féretro (por favor, que alguien revise el del tanatorio municipal, que pega unas sacudidas pavorosas) no me decido entre «My death» de Scott Walker, «If it be your will», versión de Antony, «Oh, sweet nuthin» de la Velvet o «Long after tonight is all over» de Jimmy Radcliffe, ese maravilloso ender de northern soul que tantos amaneceres gloriosos me ha regalado. Si les dejan poner más de una, mejor, pero que suenen enteras o les perseguiré. Y puedo ser un fantasma muy cabrón.

Son canciones emocionantes, poco lacrimógenas y no muy largas, que tampoco quiero montar cola. Dicen que la muerte nos iguala a todos, pero nadie tiene que sufrir que seas un pelma si pides «Freebird», «Stairway to heaven» o «The wall» enterito, que no se lo van a poner ni a Roger Waters cuando la diñe. Una cosa son las últimas voluntades y otra apoderarte de la cabina del garito por la morra.

En fin, todas me parecen estupendas, ya lo decidiré dentro de muchos años. O no, nunca se sabe. Lo único que no quiero es morirme un lunes, porque sería empezar muy malamente la semana.

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