al azar

Por qué dimiten las grandes estadistas

Matías Vallés

Matías Vallés

Este artículo se titula con un «por qué», dado que ahora es el encabezamiento obligatorio según los manuales de estilo periodístico, y en ningún caso porque contenga las razones que han impulsado a una dimisión en cadena de mujeres estadistas.

La ignorancia disimulada con un «por qué» se suma a la presunción de los miles de piezas que recurren a dicha treta, porque piensan que los lectores supervivientes de prensa somos tontos y picaremos en el anzuelo. Vayamos con los hechos.

El harakiri de Jacinda Ardern fue una singularidad, nadie prestó atención a la dimisión de la moldava Natalia Gavrilia porque carecía del atractivo de la neozelandesa, y la renuncia ahora de la también primera ministra escocesa Nicola Sturgeon obliga a catalogar un fenómeno mundial.

Cuesta hablar de simple coincidencia cuando los argumentos expuestos por Sturgeon coinciden milimétricamente con los de Ardern en enero. A saber, «soy un ser humano, no podía ni tomar un café con los amigos».

En resumen, la presión del cargo hasta quemarse, la conciencia de que han desempeñado la función más maravillosa en sus geografías respectivas, y la inhibición al reclamarles la identidad de su sucesor. Desde España, al menos los líderes independentistas escoceses abandonan por voluntad propia, y no tras ser destituidos en serie por los jueces como los presidentes de la Generalitat. Los argumentos personalizados no serían jamás esgrimidos por los estadistas varones, que raras veces despejan el cargo y que se refugian en los genéricos «motivos personales». De cundir el ejemplo, se transitará del síndrome de no poderse quitar a los políticos de encima a exigirles el cumplimiento íntegro de sus penas. Nunca ha faltado cantera para los cargos, y cabe recordar que la mitad de los periodistas que han hecho la vida imposible a las gobernantes en fuga son también mujeres, por no hablar de los fracasos económicos que ocultan las dimisiones achacadas a razones íntimas.

Ahora bien, si al poder no logran cambiarlo ni las estadistas decididas y dimitidas que han intentado imprimirle un sello propio aunque fugaz, la situación es más grave de lo que parece.

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