Reflexiones

Una nueva relación entre economía y vida cotidiana

José Luis Villacañas

José Luis Villacañas

Lo que nos vincula a los que mantenemos el espíritu liberal de Max Weber, seamos cuantos seamos, con la figura de Íñigo Errejón es que nadie como él identifica la jaula de hierro en la que vivimos, esa pesada carga que ha lanzado sobre nuestras espaldas el capitalismo en su fase actual. Nadie como él se ha atrevido a llevar al Parlamento español una descripción de la pesada noche polar que cae sobre los nuevos proletarios del mundo. Como sabemos, lo que constituye la poderosa convergencia del pensamiento de Weber con el de Freud reside en que las descripciones sociológicas del proceso capitalista que elaboró el primero concretan las condiciones de la forma de vida de las multitudes que el segundo llamaba «malestar en la cultura». Errejón lo ha dicho: volvemos a una «época del malestar».

En su discurso último en el Congreso de los diputados, Errejón ha descrito el presente en términos que conectan con quienes defendemos estas dos grandes tradiciones de pensamiento. Hoy ya sabemos con creces lo que significa la noche polar anunciada por Weber. Se trata de una vida cotidiana basada en la crueldad. No es la primera vez que inmensas multitudes se hunden en una vida indigna, empobrecida y sin posibilidad de cumplir promesa alguna de felicidad. Por debajo de los esquemas aparentes de una elevada civilización, con los que Bruno Latour construía su entusiasta alabanza de Europa, subyace la proliferación de la desgracia. Afecta a multitudes silenciosas y su mal es sencillo. No son libres.

No son libres, pero nuestros liberales actuales, alejados de lo que un día significó la libertad, no lo quieren ver. El sistema económico en el que nuestras vidas están engastadas es cruel y produce desgracia. De un modo insoportable, la desproporción entre el tiempo de deber y el tiempo de poder se extrema y se rompen los ritmos que podrían acoplar ambas cosas. Nuestras vidas carecen de armonía. La tensión insoportable entre sus diferentes momentos produce un desgarro perpetuo en nosotros. Errejón ha hablado de una guerra contra nosotros mismos, y tiene razón. Contra nosotros mismos como organismos vivos, como cuerpos, como psiquismos, como seres sociales, como seres creativos. La vida truncada se ha vuelto la norma y se ha instalado en todos los estratos de la sociedad, pero sobre todo en aquellos que siempre garantizaron la renovación de la vida.

Estos estratos, que se adentran cada vez más en el túnel angosto de un oscuro futuro, son precisamente aquellos que deben renovar la vida: la juventud, las mujeres y la infancia. Este jueves, en un acto que reunía a la población universitaria de Euskadi, quedé sorprendido ante la autoconciencia de la juventud vasca. Pero, sobre todo, me di cuenta de lo poco que tiene que acontecer para que la soledad como forma de vivir el sufrimiento se transforme en una comunidad decidida a vivir de otra forma. Basta con que brote una idea. La idea que reunió a cientos de jóvenes en estas jornadas fue que este sistema, diseñado para lograr una acumulación progresiva de riqueza en unas pocas manos, hace buena la tesis de una proletarización universal. Esta hace imposible la divisa que iluminó el movimiento social chileno: que la dignidad se haga costumbre.

Los fenómenos que Errejón narraba en su intervención ante un Congreso vergonzosamente medio vacío -ausentes los impulsores de esta vida torturante- son las marcas constituyentes de la nueva condición trabajadora. La población universitaria, que nutrirá de mano de obra los lugares de la salud, de las escuelas, de las universidades, de las fábricas o de las industrias digitales, ya desde las aulas se familiarizan con esa condición. En ella son educados por los que, desde la gobernanza de todos estos lugares, no cesan de intensificar la precariedad y la incertidumbre. Las personas que salen periódicamente a manifestarse contra las políticas públicas no deben caer en la ilusión de que los políticos ante los que protestan piensen en reponer el viejo sistema basado en la estabilidad del servicio público. Las lógicas de la deformación del viejo Estado de bienestar aspiran a producir las condiciones irreversibles de una creciente explotación. Esa es la finalidad.

No debemos mirar los actos aislados, sino la tendencia. La complicidad con esta agenda se expande con una lógica implacable a través de todas las instancias de gobernanza. Su última expresión la he visto el pasado jueves en el campus de la Universidad del País Vasco. Según diversos comentarios, el rectorado de la UPV se gasta varios millones de euros al año en agentes de seguridad privada. Yo mismo pude ver dotaciones de esos guardias en las cercanías de los actos en los que diversos académicos reconocidos pronunciaban sus conferencias. Y eso en una sociedad como la vasca, varios puntos por encima de la española en todos los parámetros. Esos grados no importan ante lo cualitativo de un proceso común.

Vamos hacia sociedades en las que cada vez se hace más difícil que amplios estratos de la población presten afecto a formas de gobernanza que se erigen con el fin de empeorar la vida de la ciudadanía, de dirigir las inversiones hacia finalidades que no tienen en cuenta las necesidades de la población. La confianza en que ese malestar siempre se canalizará por actitudes individualistas, en infiernos solitarios, no debería ser firme. Bastará que brote una idea clara y convencida de que avanzamos hacia un mundo insoportable para que las soledades se unan. Una idea, no caudillos. Eso necesitamos. Una nueva forma de relacionar la economía con la vida cotidiana.