La columna

El cáncer que mató a mi abuela

Andrea Puchades

Andrea Puchades

No recuerdo con exactitud el momento en el que la palabra «cáncer» adquirió significado para mí, por aquel entonces una niña curiosa que se entretenía husmeando en la intimidad de las personas mediante preguntas indiscretas y búsquedas exhaustivas entre los objetos personales de familiares que, irremediablemente, hubiesen maldecido mi nombre al descubrirme inmersa entre sus pertenencias.

La cómoda de la habitación de mi abuela bien pudo comprometer, una y varias veces, mi suerte. La recuerdo bien. Era un chiffonier pretencioso, tanto en su número de compartimentos como en su apariencia pudiente. Sus vetas oscuras y artificiales vestían unas láminas de contrachapado coronado por apliques metálicos tintados de dorado, ya desgastados en los últimos destellos de los años 90.

Ante mis ojos, que aún conservaban su inocencia infantil, aquel mueble lucía excelso y prometía custodiar los tesoros que yo ansiaba descubrir. Siempre me detenía en el primer cajón, donde mi abuela guardaba su ropa interior y, con una discreción desganada, su prótesis mamaria.

Era una esfera de silicona revestida de un tejido fino, muy reconfortante al tacto, que yo apretaba con el pulso acelerado ante la posibilidad de ser cazada con las manos en la masa por mi abuela, que cuidaba aquel objeto extraño con recelo. Casi el mismo con el que trataba su enfermedad.

El cáncer mató a gran parte de su familia y esa masa gelatinosa con la que me gustaba jugar pasó a ser un manifiesto de intenciones y anhelos: vivir. El tiempo, inexpugnable, también es relativo, por eso los diez años que han pasado desde que mi abuela murió se han consumido en un pestañeo, en un chasquido de dedos desde que abracé y besé por última vez su cuerpo frío.

El cáncer, esta vez metastásico colorrectal, la privó de soplar las velas de su octogésimo octavo cumpleaños, de ver nacer a sus bisnietos. De descubrirme, esta vez, emocionada al escribir sobre ella. Maldito cáncer, pero también malditas las expectativas que me prometían una adultez endulzada con su compañía.

La señora Ana, mi abuela, logró transgredir sus múltiples cánceres y la irrevocabilidad de aquello que es certero: que el tiempo es prestado y que la muerte es adonde vamos. Pero antes, vivamos.

Porque mi abuela fue en sí misma más que su enfermedad y porque, aunque muerta, sigue viva. Y yo, que aunque no recuerdo con exactitud el momento en el que la palabra «cáncer» adquirió significado para mí, no me desprendo del término.

Y en este presente, convertida ya en una persona adulta todavía curiosa, ansío descubrir cómo vivir antes de devolver el tiempo concedido.

Afortunadamente, estoy hecha a su imagen y semejanza. Fumo demasiado, un día de estos dejo el tabaco.