A vuelapluma

Bailemos, por favor

Bailemos, por favor

Bailemos, por favor

Alfons Garcia

Alfons Garcia

Elena, que siempre ve más que yo, me enseña el vídeo del marido que baila ante el ataúd de su mujer. Es su mejor forma de despedirse. La escena impresiona. Especialmente si se sabe que la mujer es una profesora que ha sido asesinada en Francia por uno de sus estudiantes, un chico de 16 años que una mañana se levantó de su pupitre y le asestó un montón de cuchilladas sin saber por qué. Oyó voces. En este mundo confuso y desaprensivo, el baile del marido es una lección de amor y de confianza en la felicidad. En la vida. Él baila con ella, con su vacío entre sus brazos ante la caja y el retrato. Ante tanto dramatismo, tanto hecho incomprensible, tanta declaración rompedora, tanta violencia vana (si es que alguna no lo es), ese hombre enseña que todo es leve, que no hay nada tan importante aunque lo parezca. Nada lo es más que la búsqueda sencilla de un poco de felicidad, un rayo de sol, un poco de ritmo en el asfalto. Nos dice que la vida siempre sigue mientras nos retorcemos cada día por hechos que no lo valen.

Que suene la música y se nos vayan los pies. Es el mensaje que ha lanzado la calle este 8 de marzo a tanto politiquerío sobre las mujeres y otros colectivos discriminados históricamente en derechos. Péguense ustedes duro en las tribunas políticas, hagan leyes contra otras leyes, refórmenlas sin ser capaces de llegar a un acuerdo antes, pero aquí estamos nosotras para recordar dónde estamos ahora y por qué estamos aquí. Que no dejemos de bailar.

Que suene Love, de Nat King Cole, en versión francesa y sigamos danzando. Esta semana me ha tocado decir algo en público sobre comunicación y política. ¿Qué quieren que les diga, palabras sonoras, pomposas declaraciones sobre la libertad de expresión? Hace tiempo que el mundo no está para himnos y fanfarrias. Preferiría bailar, aunque no sepa. Prefiero quedarme en la superficie, prefiero contar que cuando empecé había muchos más periodistas en las redacciones y muchos menos en los gabinetes de comunicación, de instituciones y de empresas. Casi ni existían. La rutina del periodista político era pasearse cada día por un ministerio, una conselleria o un ayuntamiento, entrar y salir de despachos y traerse algo sin mediaciones (las menos posibles) a la redacción. Que sí, que las oficinas de comunicación no mienten y están para colaborar, pero están también para ofrecer la mejor cara posible de aquellos a quienes representan. En los buenos y en los malos momentos. Quiero decir que si hoy el esfuerzo de personal, de recursos, está en un lado del tablero más que en otro es que algo se ha volcado, que la propaganda cada vez tiene más recursos y menos la mirada desnuda (o casi desnuda, que no inocente) a los hechos. Todo hoy está más enfocado hacia los valores de la persuasión, con términos como relato y estrategia dominantes en la comunicación política. Es el mundo de hoy y tampoco vale la pena ahogarse en lamentaciones, porque la música sigue sonando. Existe la desinformación, sí, y nos ha ganado batallas, lo vemos en Rusia, en el Brexit o en las muchedumbres hoscas de Donald Trump, pero no siempre vence y existe una resistencia, existe gente como Maria Ressa que señala con éxito los renglones torcidos de las verdades alternativas.

Pero sigamos bailando, en homenaje a todo lo que hemos sido y a lo que nos queda por hacer. Por cierto, ¿se puede hacer el bien a bombazos? Es otra pregunta de estos tiempos. La lanzaba Fernando Aramburu, pero es una pregunta de siempre, desde Homero y Ulises tiene una vigencia escrita: algún mal para un bien. La pregunta es más pertinente ahora, cuando quienes nos hemos identificado como pacifistas vemos las bombas caer cerca. Lo ideal sería el acuerdo pacífico, la negociación, ¿pero en qué condiciones? ¿Y es mejor mientras tanto dejar que la injusticia se imponga? Creo que no, que las bombas hoy son necesarias, aunque no dejo de pensar en esos seres anónimos obligados a estar hoy en un frente (uno y otro) y que mueren por esas bombas. De unos y de otros.

Bailemos, a pesar de todo y con todo el dolor en la garganta. Como ese pobre hombre que baila solo, porque la vida quizá es eso, un baile en el vacío con un cuerpo ausente, unos pasos alegres llenos de dolor. Lo mejor de la escena es lo que pasa al final, que la música sigue y el gesto del hombre contagia y el funeral se convierte en una gran danza de celebración. Y así estaremos, hasta que pare la música. Bailemos, por favor.

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