VISIONES Y VISITAS

A los ochenta, dice

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

He leído en el periódico un comentario desaforadamente optimista, propio de un joven, sin duda, y por tanto iluso, inexperto y voluntarioso; un comentario que sitúa la vejez en los ochenta, como si llegase de golpe, como si uno envejeciese bruscamente, tras una juventud larga y uniforme, al oír, siquiera de lejos, la campana del barquero. Un error de bulto que sólo -así, con tilde, sin discrecionalismos ni ambigüedades, porque significa solamente- comete quien baja de los treinta y no conoce, ni ha sentido, ni puede imaginar el menor alifafe. De otro modo sabría que la vejez no sólo -con tilde, por supuesto- es física, sino también anímica, y que llega mucho antes de lo esperado; que se aproxima con sigilo, alevosa, taimada, sutil, confiando a su víctima con pequeños toques, leves contactos, empujoncitos apenas perceptibles y algún que otro sopapo inofensivo, como al desgaire, que no levanta sospechas porque la naturaleza sigue firme y porque la razón, simplemente, no quiere verlo. Pero ya es la vejez, la decrepitud, el declive, que toma posiciones y prepara el cerco. No llega, por tanto, a los ochenta. Ni a los cincuenta. Llega más pronto. No es una cuestión de actitud, como gritan los engañabobos: es un hecho real, efectivo y tempranero. No es el nascendo morimur, sentencia muy cierta pero de alcance genérico. El nascendo morimur da el marco, pero la vejez es la concreción descarnada y tétrica. De manera que no eres viejo a los ochenta, como piensan o quieren pensar los ilusos. Eres viejo -un verdadero carroza, un carcamal consumado y consumido- entre siete y ocho lustros antes, cuando el cuerpo reduce por primera vez sus prestaciones. Y cuando empiezas a estar harto de perder el tiempo en cosas que no te gustan; cuando la paciencia se te acorta; cuando notas el prurito de llegar a casa y echar el cerrojo; cuando te parecen irritantes las incontables monsergas televisivas; cuando no logras evadirte porque pillas el truco a las películas; cuando sólo -vaya, otra vez con tilde- te gustan los libros muy bien escritos y las cabezas muy bien amuebladas; cuando sientes que has perdido aptitud para sufrir tontos. Eres un viejo, un cotorrón, una mojama cuando menos te lo esperas, a las primeras de cambio, de los cuarenta p’arriba. Se te va entrando el frío más pronto que tarde, y se te agarra en los tuétanos, en las coyunturas, en lo cartilaginoso y lo sinovial; y sigue su curso al margen de lo que hagas o dejes de hacer, de lo que pienses o dejes de pensar, importándole un bledo el efectismo retórico -«la edad es un estado mental», y otras memeces que la plebe acuña más por exorcismo que por convencimiento-. Basta recordar que mientras no existieron las alquimias de mantenimiento ni los dientes de recambio era viejo el cuarentón, y excepcional -clueco, vetusto, cartón- el que sumaba tres veces veinte. Así que no: la vejez no llega cuando alcanzas la ochentena; la vejez va contigo como un asedio, como un parásito, como un vil espectro maldito que pacta con la gravedad para descolgarte la envoltura. Y como un hastío, como un hartazgo, como una urgencia de ser tú mismo, de alcanzar aquello a lo que te sabes llamado, de completar el proceso, el camino, el ciclo. De ahí la impaciencia, el bufido, el sofión tantas veces confundido con simple mal genio. No te has vuelto cascarrabias, es que no estás para chorradas. «Cuando llegue la vejez, a los ochenta», dice... La vejez ha clavado ya sus garras en tu joroba y no te has dado cuenta. Mírate al espejo si frisas el medio siglo; mírate al espejo y mírate por dentro. Viejo eres, no lo niegues. Vejestorio, senil, calamocano. Cotorrón en toda regla. Carcasa marchita y carácter fuguillas.