Las dos

Cómo seducir al electorado

Tonino Guitian

Tonino Guitian

Todos los que no somos acólitos, los que no recibimos contraprestación económica por abrazar una ideología, estamos de enhorabuena. En unas semanas, seremos objeto de deseo por parte de los directores de campaña de las diferentes facciones que se presenten formalmente a ocupar los puestos de responsabilidad municipales.

Hasta este momento, los ahora interesados en no perder o en recuperar sus despachos, estaban tan ocupados con las obligaciones de sus cargos que no podían responder al teléfono o coincidir en una cita personal. Y si ahora se presentan para conocer con interés renovado tus problemas, traspasando su carne mortal más allá de los portales de participación y transparencia, no es porque sean el verdadero detergente que lava más blanco. Tampoco porque no hubieran tenido oportunidad de ir al mercado de cuando en cuando, a mezclarse con la chusma. Es porque cada cuatro años nos plantean automáticamente este mismo dilema –estrictamente binario– cuando nos convocan para pasar un control que, sin ser un examen, es absolutamente vinculante con nuestra realidad futura.

Es conveniente que no se examine de conocimientos al votante, que nadie nos plantee preguntas después de jalearnos a través del engranaje de las redes de comunicación. La democracia real consiste en que se nos dé a elegir entre unos reclamos. Pero los reclamos no son una opción como la que se le ofrecía al asno de Buridán, que moría de hambre y sed al ponerle a igual distancia la comida y el agua, incapaz de decidirse entre dos soluciones óptimas. Ahora tenemos la posibilidad de eliminar la peor opción votando a la contraria, sabiendo que también es mala. De cualquier forma, la culpa será nuestra, hagamos lo que hagamos.

El dilema ético es complicado. Después de haber confiado en que una mayor pluralidad de opciones mejoraría el sistema (lo mismo nos dijeron en los 90 con la televisión, que con más oferta y competitividad se harían mejores programas) es el momento de sacrificarlo todo. No me refiero a sacrificar ideales, ni a decidir salvar a un mayor número de personas a costa de permitir la muerte de un número menor. Me refiero a sacrificar toda València por humanidad, como se hace con los caballos que, al romperse una pata, van a estar sufriendo hasta el fatal desenlace. Y digo València sólo porque me queda más cerca: pongan el nombre de la entidad administrativa que más les guste.

Las pasadas fallas han demostrado que los valencianos somos una entidad que se ha prestado a cambiar lentamente de apariencia y de alma. A través de nuevas costumbres vemos la agonía de nuestra vieja cultura. El Cristo de nuestra catedral, que albergó durante siglos en su gloria al pequeño pueblo de artesanos, comerciantes y prostitutas, es un fantasma que busca desesperadamente a sus seguidores sin reconocerlos. Y el dinero tiene mucho que ver en esto.

La industrialización ha borrado los rostros místicos en los que la cristiandad medieval reconocía a sus compañeros de miserias. Todo lo que comportaba una grave responsabilidad para nuestros padres es ahora una opción. Si ustedes quieren ser deshonestos, solo tienen que decidir dar cuenta de ello a los tribunales, no a la sociedad, porque de la sociedad, y hasta de Dios, uno se desliga de un plumazo con un chalet en las afueras.

Si quieres complacer a tu electorado, tienes que mantenerle anclado en sus viejas creencias, se llamen estas Franco, democracia, socialismo utópico, comunismo crítico o derecha moderada, y ofrecerle libertad. Las libertades son más fáciles de reivindicar que de conceder, porque la gente aún cree que nace libre. Nacemos esclavos, y uno se hace libre muy poco a poco.

A la máxima de que cuanto más sabemos, menos necesitamos, hemos de añadirle el curioso efecto llamado de Dunning-Kruger: cuanto menos sabemos, más creemos saber. Por eso siempre nos será más fácil aceptar una verdad nueva que abandonar los errores que esa misma verdad combate. Ahí está la clave.