Visiones y visitas

Pupitres con pedales

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

O pedales con pupitres, que no está claro cómo acabará el asunto. En cualquier caso, el desatino es un hecho, y una prueba más de que no hay en el cerebro humano un recoveco del que no puedan esperarse los disparates más inverosímiles. Por eso resulta chocante aunque nada extraño que se hayan puesto pedales en los pupitres de algunos colegios de la Españona. Yerran de medio a medio quienes dan por acabado el transvase de la incapacidad juvenil a la joroba docente. Albarda sobre albarda se va doblando sin piedad, sin miramiento ninguno el espinazo del sector educativo, que no emite queja ni lamento, que no protesta ni se rebela, que soporta el castigo con una entereza ejemplar. De momento es una experiencia pionera, pero el pedaleo escolar será pronto una práctica universal, una rutina, una costumbre originada por el nerviosismo lampiño. Cuando ya se pensaba que la huelga estaba cerca; cuando ya se daba por hecho que la profesión daría un puñetazo en la mesa y se negaría, con toda su historia y su dignidad en ristre, a dar un paso más por la trocha de la humillación; cuando ya no le faltaba detalle al disfraz de bufón, botarga y moharracho, hete ahí que se le agrega un penúltimo cascabel, un último fleco en la pasamanería del ridículo, y se acepta el pedaleo en clase a cambio de una hipotética, supuesta, imaginada, ilusoria, improbable, imposible tranquilidad. El cachondeo del pedaleo no hará sino aumentar el pandemonio, el aturdimiento y la locura en las aulas, aunque lo peor —ya lo hemos dicho— será la estampa triste, la penosa efigie del maestro que, disimulando la fluctuación de su ánimo entre la esperanza y la desconfianza, intentará explicar lenguaje o matemáticas al grupo de spinning. Y luego está el escarnio, la vejación, el oprobio, el vilipendio, la mofa y la befa —pongo tantas porque dan cada una su matiz, y esto los tiene todos— de tragarse la burda maniobra, el emético pildorote del pedaleo como si fuera una delicia, una fineza, una innovación, un delicadísimo bocado pedagógico, cuando sólo es el enésimo antojo para exorcizar las clamorosas dejaciones de los hogares. Pedalearán los chavales y sudará el profesor: un sudor frío y viscoso, inmune al desodorante; un sudor de agonía, desesperación y abaldonamiento; un olor de miedo, vergüenza, postración y degradación. Porque se intenta dignificar la humorada mentando la neurología, cuando la neurología, si algo demuestra, es que pedaleando no se concentra uno en otra cosa, y que hacer deporte mejora el rendimiento intelectual si las dos actividades no se interfieren. Así que no nos tomen por tontos: la única razón para unir estudio y pedaleo en el aula es que los alumnos pasan de quince a veinte horas diarias aletargados, en un pasmo inerte, amarrados al móvil, a la red, al videojuego, a la nada, mirando estupefactos la pantalla, el vacío, la tiniebla, el abismo, y no les queda otro espacio para vivir que la escuela. Allí les concentran ahora con prisas, apremios y agobios lo que antes, repartido con sosiego, llenaba el día entero, de modo que asumen sin saberlo su parcela en la decadencia humana.

En el pupitre con pedales hay, además de un insulto al profesorado, una terrible alegoría, una prefiguración de la sociedad futura, simbolizada por galeotes, gente forzada, pobres diablos encadenados al banco/al pupitre, pedaleando/remando como locos e ignorando/negándose a saber hacia dónde ni para qué. La cuestión es grave, pero no se dan cuenta ni ellos ni nadie, sumida como está la ciudadanía en la superficialidad y el pirujeo, en lo curioso y lo accesorio, en la futesa y la bagatela. Buena parte de la más tierna juventud es un colectivo delirante, sordo al rumor de los libros y sin apenas olfato para el aroma de la espiritualidad. Y mientras pasa esto, se aproxima el barquero; llega tan ávido como siempre, ansioso por henchir la barcaza. Encontrará multitudes desprevenidas e indiferentes. Los alumnos pedalean como tontos en los pupitres, como si con eso fueran a recuperar el interés perdido; y los profesores lo aceptan como un mal menor, como un parche para ir tirando, como un alivio, como un aplazamiento de la batalla que tarde o temprano habrán de librar contra el auténtico problema.