Conspiranoia

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

No es fácil evitar la conspiranoia; no es nada fácil permanecer impasible ante sus coplas de sirena; no es posible mostrar indiferencia, hoy, a tantos detalles que coinciden, a tantas y tan sospechosas concomitancias, a tantas y tan verosímiles conjunciones de fenómenos, muchos de los cuales parecían superados, como el retorno de la susceptibilidad/hiperestesia fronteriza, la repentina irrupción de nuevas epidemias y su todavía más repentina desaparición, el regreso de las bravatas militares entre países y la recuperación de registros y vocabularios obsoletos, semiolvidados y unánimemente reprobados. Todo parece indicar que alguna voluntad oculta está sacando los vientos apocalípticos del baúl en que fueron encerrados cuando la humanidad comprobó hasta dónde podían llevarla. Véase, al respecto, el más reciente movimiento de la coalición occidental, que ha endiñado mil trescientos kilómetros de frontera otan a una Rusia histérica, frenética, epiléptica de mojón y divisoria. Y ésta sólo es la postrera de una luenga serie de maniobras inquietantes. ¿Cómo no escuchar los ecos de la conspiranoia, si basta comparar el horror, el enorme rechazo que suscitaba la mención de la guerra en los foros internacionales, con la presente hiperactividad belicista, con las continuas referencias a las armas, la logística y las tropas? Quieren familiarizarnos con la guerra, prepararnos para una circunstancia previamente diseñada; y al mismo tiempo nos dan la barrila con los «virus zombis» del permafrost, y con la obsesión de la electrificación —cuando todo el mundo sabe que no hay litio ni para empezar—, y con lo dañinos que se han vuelto de golpe y porrazo los motores diésel —precisamente ahora que contaminan el cinco por ciento de lo que contaminaban—, y con las noticias del calor, cuando lo que hace falta es averiguar qué pasa con el dinerote de la Europona. Uno acaba concluyendo que intentan aborregarnos, malpastorearnos; que los años —las décadas— anteriores han sido para gregarizarnos, y hoy se limitan a conducirnos; de que somos peones desobedientes, y nos hace falta látigo. Y aunque no le resulta simpático el concepto de conspiranoia, uno tiene que aceptar, a lo menos, que la realidad es un saco de gatos encerrados. Y aunque uno se resiste, acaba instalado en la duda y la conjetura, en la paranoia conspirativa o conspiranoia, que nos calienta la oreja susurrándonos que somos demasiados, que urge reducir la población y provocar la destrucción para especular con la reconstrucción, que la pandemia —qué curioso, ha desaparecido— fue una treta fracasada y el bombazo, el cataclismo, el aniquilamiento es la nueva medida, mucho más drástica, que se prepara con un sigilo estrepitoso; que unos y otros, aunque fingen disgusto y enemistad, ejecutan al alimón el proyecto del exterminio. Lo que más podía ofender y alarmar a la Rusia, lo que más podía soliviantarla, hecho a toda prisa y sin los engorrosos y retardantes requilorios antaño imprescindibles. ¿Cómo no pensar que todo es una farsa, una mojiganga, una mascarada grotesca urdida en tenebrosas instancias transversales? No podemos evitarlo: estamos conspiranoicos; miramos asustados la política internacional; concebimos recelos pavorosos y barruntamos la intriga, la conchabanza, el contubernio, la conspiración y la bilderbergización. No nos llega la camisa al cuerpo, andando como andamos por el mundo con el traje de bufón que nos ha cortado el gobierno, con los cascabeles del irpf, las calzas del impuesto al carburante, la máscara de hacer cola en el médico y las calabazas del adoctrinamiento escolar y televisivo. Nos han vuelto espantajos de lo que fuimos, chusma sin voz ni voto, vulgo degenerado que hoza entre «pelis» y series, horda pasmada que revuelca el pellejo en el cieno de la evasión digital y la vorágine carnal. ¿Cómo evitar, en los instantes de lucidez, el pálpito de que nos han embotado para manipularnos mejor? La conspiranoia, clarividencia momentánea o monstruo de la imaginación, gana terreno en los espíritus, generando mil suspicacias y dos mil aprensiones. Puede que sólo sea una forma de paranoia, pero también puede ser un aviso del instinto de conservación, una luz de alarma que, llegados a cierto nivel de sordidez, ilumina los cerebros y los pone a la defensiva. Yo estoy completamente conspiranoico. ¿Y usted?