Algo personal

otro mundo

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otro mundo / Alfons Cervera

Alfons Cervera

Alfons Cervera

La negrura no se acaba nunca. Cinco kilómetros, por lo menos. La primera vez, el coche chapoteaba en el asfalto y el techo tenía más goteras que el sombrero del malo en una película del Oeste. Hace más de cuarenta años. Y a la salida, el milagro, el mismo milagro que me contaba un día Jesús Huguet con la voz del entusiasmo: sales del túnel de Vielha y lo que tienes delante es otro mundo. No sé cuántas veces he regresado a la Val d’Aran desde entonces. La última, hace pocos días. El Festival de novela negra Black Mountain Bossòst. Ya en su séptima edición. Y como siempre, a la salida del túnel, la belleza que ni Rilke se atrevería a mezclar con los tintes de lo siniestro. Estoy metido a tope en los Diarios de John Cheever. Una maravilla, como sus novelas y sus cuentos. La oscura zambullida en el abismo de la desolación que escribe en El nadador, esa obra maestra de apenas una veintena de páginas que tuvo su imagen gemela en la película de Frank Perry interpretada por Burt Lancaster. Veinte páginas. Y sin embargo, por ahí andan los tochos de seiscientas inundando insoportablemente el mercado literario. Te pones el disfraz de Tolstoi y en vez de salirte Resurrección lo que te sale es una copia ridícula de The Walking Dead. En fin, que nos rodea por los cuatro puntos cardinales la genialidad literaria y yo sin enterarme. Como si me hubiera quedado a vivir para siempre en aquella vieja y lagunosa oscuridad del túnel de Vielha.

Sales a la luz de Aran y lo que encuentras es otro mundo. En la primera página de sus Diarios escribe Cheever: «A medida que la luminosidad y el color desplazaban las nubes y la luz se derramaba sobre el valle, el momento se volvía torbellino y euforia». Así la Val d’Aran. Allá abajo y en las laderas de las montañas, se desparraman los pueblos del valle. Si miraras a la derecha verías las alturas de Baqueira-Beret, donde la Monarquía esquía los inviernos. No las miro nunca. Es como si fuera a encontrarme con los reyes y su larga familia viviendo del cuento, o sea, de nuestros dineros sometidos a la precariedad.

No puedo con los reyes, qué quieren que les diga. Como tampoco puedo resistirme a subir los mil metros que hay hasta Bausén, mi pueblo de siempre y donde ha surgido una férrea oposición a que el carrer Major se llene de traiciones urbanísticas. La explanada de Coret, desde la que se ve la mejor vista del valle y cómo se mezclan no sé cuántos matices del verde sin que ninguno de esos matices rompa el equilibrio tranquilo de los montes. Y un poco más abajo, la tumba de Teresa, tal vez el sitio con más calma del valle. Le negó el cura el entierro en sagrado y el pueblo le construyó ese refugio en piedra que guarda la memoria de un amor que vivió ‘en pecado’ y al mismo tiempo la de una inquisición que en 1916 no le hizo ningún asco a destruir la felicidad de dos jóvenes enamorados. Y por si no había bastante belleza en ese recorrido por Bausén y mis propios recuerdos, te vas a Artiga de Lin y a Uelhs deth Joèu y piensas que va a ser difícil regresar a ningún sitio después de asistir a ese tan monumental como inexplicablemente prodigioso espectáculo de la naturaleza. En un rato, sólo en un rato, ese prodigio se repetirá sin menguar un sólo acento cuando el Festival Black Mountain Bossòst tome la palabra. Ahí las cuatro caras visibles que afilan un programa donde la novela negra es sólo una más de las esquinas literarias que dibujan la casa común de la amistad y la buena literatura. Ahí, como cada año, José Luis Muñoz, Lluna Vicens, Tess Lorente y Amador Marqués, ese joven alcalde que se ilusiona en cuanto la literatura llega a Bossòst, a la propia Vielha y a los pueblos del valle para mezclarse con la gente.

Llueve desde el pasado, como decía Borges, y es así como siempre van conmigo, en el regreso, los días vividos en el valle. He echado en falta a mi familia de Bausén. La vida a veces es una mierda y te cambia el destino como en una pirueta que tiene poco de alegría. No miro hacia donde los reyes y su familia numerosa se divierten en la nieve porque me da mal rollo pensar que les estoy pagando obligadamente la vida padre que se pegan. Sí que me llevo a Gestalgar el paisaje de Coret y la quietud hermosa donde descansan Teresa y ese amor que sigue vivo entre las flores de su tumba solitaria. Y ahora, cuando escribo esta columna una semana después de aquellos días, vuelvo al libro de John Cheever recién comenzado: «Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad». La lluvia que apenas moja las calles de Bossòst. El ruido que dejan a su paso las aguas a ratos encrespadas del Garona. Saber que siempre será la Val d’Aran ese otro mundo, único y eternamente duradero, que descubres a la salida del túnel de Vielha. Otro mundo…

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