Fuera de compás

Cuna de amor y verdad

vacuna de amor y verdad

vacuna de amor y verdad / Fernando Soriano

Fernando Soriano

Fernando Soriano

Pues aprovechando que ayer celebramos el Día de la Madre, yo les quería hablar sobre la maternidad del rock and roll. De la madre que lo parió, vamos. O, al menos, de la que plantó la semillita que luego creció y se convirtió en esto que tanto amamos. Pero viendo lo que ya llevo escrito (hoy empecé la columna por el final), me parece que no me queda sitio. Pese a ello les digo que, si Chuck Berry consta como patriarca del asunto, Sister Rosetta Tharpe bien podría ser el vientre que lo alumbró. Esta cantante de gospel y blues norteamericana inspiró a Elvis, Little Richard y otros personajes fundamentales para el devenir de la música popular moderna. Su manera de cantar y su capacidad para fusionar diversos estilos contribuyeron al nacimiento de una nueva expresión artística. Y encima, la gachí tocaba la guitarra que no veas, acústica y eléctrica, y su particular forma de frasear y puntear calaron profundamente en el genio de Misuri, pero también en blancos esmirriados como Clapton, Page, Beck o Richards.

Las madres de los artistas han sido figuras inspiradoras que, desde el amor o el trauma de su desaparición, nos han procurado canciones eternas. Julia Lennon murió justo cuando, después de que lo criara su hermana Mimi, empezaba a restablecer el vínculo materno filial con su hijo adolescente, que siempre la tuvo como una de sus musas. Ahí quedaron «Julia» o la desgarradora «Mother». Elvis quedó desolado después del fallecimiento de Gladys, auténtico ángel de la guarda para aquel niño que jamás creció del todo y que nunca superó el dolor de la pérdida. Ambas inculcaron a sus vástagos el amor por la música y desarrollaron, en este sentido, una complicidad con ellos que, a la larga, hicieron el mundo de todos nosotros un lugar mejor. También hablan de ellas Springsteen en «The Wish», Hendrix en «Angel», Gram Parsons en «Brass Buttons» y Taylor Swift en «The Best Day». Y si como yo, no entienden bien el inglés, no padezcan. Escuchen «Madrecita», de Antonio Machín o «Madrecita María del Carmen» de Manolo Escobar y tiren de cuajo para no llorar, a ver si pueden.

Yo no soy ningún artista, pero sí reconozco la implicación de mi madre en el despertar de mi gusto por la música. Su matrimonio es un trío: ella, mi padre y un transistor. Es muy cantarina, le encanta la copla y la ópera, y tiene una imaginación desbordante que, creo, yo he heredado junto a su pasión musical. Ella solita, con tal de que nos comiéramos la cena, nos durmiésemos o nos duchásemos, se inventó más capítulos de Mazinger Z o Los Mosqueperros que los que emitieron por la tele. Atrevida y cabaretera, estuvo en un grupo de teatro amateur y no vean las tabarras que nos daba con unos textos que yo todavía puedo recitar de memoria. Con aquello me contagió su fiebre lectora, pero también me regaló mi primer trauma cuando se besó con aquel fulano sobre el escenario delante de una platea a rebosar, ante la mirada horrorizada de mis abuelos y la resignada pero orgullosa de mi viejo.

Moderna y divertida, su risa es la mejor del mundo, tanto que mis hermanos y yo competimos por ver quién dice la burrada más grande y la tiene riendo más tiempo. En estos últimos años, cuando no está ayudando con los nietos, enloquecida de amor por ellos, se cruza Europa con mi padre a bordo de una autocaravana cuando llega el buen tiempo, dejándonos con el marrón de los niños en vacaciones mientras trabajamos. Cualquier día se los despacho por avión a Noruega, Polonia o donde quiera que estén haciendo el jipi. Y pese a ello, ya les digo yo que madre no hay más que una y a ustedes les encontré en la calle.