tribuna

Regreso a lo importante

José Luis Villacañas

José Luis Villacañas

Ahora que acaba la campaña electoral quizá se vuelva a hablar de las cosas importantes. No debería ser así, pero lo es. No deseo sugerir que no sea importante que el 70% del voto por correo de Melilla tenga que ser impugnado por corrupción. Es central, pues muestra la existencia de una trama criminal organizada. Respecto de lo demás, hemos visto lo que ya sabíamos, la proporción entre la indigencia mental y la promesa de mayoría absoluta. Cuanto más indigente, más mayoritario. Más allá de ello, sólo hay dos opciones. Los que ponen más madera en el incendio del subsuelo de nuestra sociedad, ese fuego de turba silencioso, invisible, que va cegando las entrañas de la vida, mortificándonos hasta dejar en pie un individualismo raído, desconsolado y náufrago; y los que hacen lo posible por contener el fuego. Aquí rige la misma ley. Cuánta más indigencia mental, más leña al fuego.

Así estamos. Carecemos de un horizonte utópico, pero todavía podemos orientar estratégicamente ciertas luchas. Quizá ganemos tiempo. Apagar ese fuego, nadie lo apagará. Pero ya sería mucho contenerlo. Sucede lo mismo en superficie. Los incendios de los montes no van a desaparecer. Pero las leyes deberían impedir que se instalen electro generadores en montes incendiados. Las aspiraciones de la agricultura industrial no van a diluirse, pero ser duros con los pozos ilegales, contener las urbanizaciones cerca de los parques naturales, bloquear los usos indebidos de aguas, eso contendría el fuego. Quizá en un tiempo se pueda alumbrar una idea alternativa sobre el todo social, pero si no se contiene ese incendio estructural, cuando llegue ese momento quizá esté todo quemado.

De nada servirá esa resistencia si no está orientada a preservar y ampliar formas de habitar comunes, capaces de percibir problemas y discutir soluciones colectivas. Allí donde esto emerja, allí habrá un muro de contención del ritmo vertiginoso de cambios, que impulsan innovaciones opresivas. Eso debería haberse fortalecido en esta campaña. Hacer de cada ciudad un cosmos propio, una conversación común, una isla comunicativa que identificase lo decisivo para mantener formas de vida que no estén sometidas a la angustia del cambio permanente, a la inquietud de nuevas condiciones impuestas. El ritmo de los cambios que podemos integrar, si queremos vivir bajo una cierta sensación de control, tiene que reducirse. Determinadas estructuras antropológicas no pueden cambiar sin pérdida completa de autonomía.

Sólo entonces podrá brotar la dimensión reflexiva adecuada. Esa reflexión puede mejorar nuestra vida productiva y laboral, pero sin tener que expandirse continuamente en cantidades crecientes, invasivas, que rompen todas las escalas y desajustan nuestra relación con las materias primas básicas. Ese tipo de vida, atosigada por demandas de adaptación constantes, que nos sume en una repetida confusión, obliga a echar mano de recursos instantáneos, de urgencia, que solo los podemos encontrar preparados por máquinas que penetran en nuestros deseos sobre lo que necesitamos. Una intensa campaña política a nivel local debería redescubrirnos ese suelo rocoso que todavía es para nosotros la vida cotidiana en vecindad.

Ahí las consecuencias de las decisiones se ven con objetividad nítida: una urbanización que elimina un bosque, una rambla que prepara una inundación, un barrio abandonado, un campo arrasado por las expectativas urbanísticas, un turismo que nos convierte en figurantes de un parque temático. En la ciudad media habita un ritmo que no necesita ser apoyado en ninguna máquina de inteligencia artificial. Pues allí donde dos inteligencias hablen juntas sobre asuntos concretos, ahí brillará algo que todavía la máquina no puede hacer. La máquina siempre pide un peaje: que te presentes ante ella en soledad.

El mayor cambio antropológico del presente implica una pérdida de autonomía radical del ser humano. Durante cientos de miles de años, el ser humano fue quien deseaba hacerlo todo por sí mismo. Hoy, el ser humano está siendo llevado a un escenario en el que su capacidad de actuar se va reduciendo a apretar botones con los que todo se nos da hecho. Este cambio es letal para aquello que salvó a la humanidad: la voluntad de aprender, lo que Freud llamó la pulsión del ver y del conocer. Por supuesto, la eliminación de esta pulsión llevará a que los seres humanos se entreguen sin medida ni límite a otras pulsiones. Sabemos que lo harán cada vez más jóvenes, porque aquel deseo de realidad mantenía la lentitud de los procesos de maduración.

El ser humano deseaba hacerlo todo por sí mismo, porque disponía del tiempo adecuado a esas tareas. La necesidad de adaptarse a cambios vertiginosos hace que nos falte tiempo y eso neutraliza la capacidad de realizarlos por nosotros mismos. Ahí se fuerza nuestra estructura mental y anímica entera. El sentimiento de impotencia que se genera se expande luego por todos los ámbitos de nuestra vida. Esa pérdida de autonomía elimina las energías creativas, pero sobre todo genera una forma de vida que no puede confiar en otros seres humanos, tan confundidos como nosotros.

Así se acaba con la estructura de la vida en común, con la diferencia entre quién puede enseñar y quién puede aprender. En ese torbellino se pierde toda perspectiva desde un afuera, y con ella toda política. Y entonces es cuando se genera esa mente indigente que se entrega a un humanoide, con apariencia humana, pero que ya es el cuerpo controlado por un algoritmo que pone en su boca los extraños deseos confusos que las máquinas han detectado y recogido como nuestros.