Algo personal

Libros

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Dicen algunos que Dios hizo el mundo en seis días. No era un curro fácil porque tenía que crearlo todo de la nada. Ni siquiera la nada existía. Y no te veas para inventarse los océanos, y las montañas, y los dinosaurios, y King Kong, y los desiertos en que su hijo se aislaría para rezar por la vida crápula que llevaban sus contemporáneos. Y no sólo eso, sino que su obra más grandiosa fue convertir en hombre un puñado de barro. Claro, luego, al cabo de millones de años, eso lo hacía Rodin sin despeinarse y maltratando la obra y la vida de Camille Claudel, pero en su época a ver quién era el listo capaz de crear no sólo al primer hombre sino que le sacara una costilla y en un plisplás le diera forma de mujer, como también se dice en la patética canción Cien kilos de barro, que llama gran maestro a Dios y popularizó sobre todo el cantante mexicano Enrique Guzmán. Ya sé que Picasso hizo virguerías pintando a las mujeres. ¿Pero se lo imaginan ustedes teniendo como modelo una simple costilla? Ni siquiera para luego deconstruirlas, como dicen que hacía uno de esos cocineros que transformó una simple tortilla en una obra de arte casi tan cara como la Dora Maar que inmortalizó en un cuadro el padrino de Miguel Bosé. Por eso, después de tanto esfuerzo, se agarró Dios un día de descanso al terminar el trabajo. No sé si hoy hubiera tenido fácil conseguir ese permiso con la precariedad que rige en el mercado y la amenaza del despido si te tomas en serio tus derechos laborales.

Otra versión de la creación del mundo dice que sale de una explosión en las galaxias, cuando Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick aún no se habían inventado 2001: una odisea del espacio, esa obra maestra del cine que después de tantos años todavía sigue siendo un enigma: al principio de la película, en el año de la picor, unos monos descubren una plancha de hierro plantada a la puerta de su cueva y se ponen a adorarla porque una plancha de hierro no era normal en aquel tiempo. Luego salen otros monos que se lían a hostias entre ellos y hay en el suelo el esqueleto de un caballo hecho trizas. Uno de los primates más aguerridos coge un fémur enorme, destroza a golpes lo que quedaba del esqueleto y lanza el hueso al aire de lo infinito. Y lo más de lo más: en la siguiente imagen el fémur se ha convertido en una nave espacial y con la música de Richard Strauss da comienzo una de las películas más veneradas y a la vez odiadas de todos los tiempos. Igual la plancha de hierro se le olvidó allí al gran maestro con tanto lío como llevaba con la creación del mundo a toda máquina. O a lo mejor era un fragmento desgajado del núcleo cuando la explosión lo convirtió todo en una tortilla cocinada, previa deconstrucción pagada a precio bochornoso, en el urinario de Marcel Duchamp.

Así pues, la versión divina que sigue sin pagar IBI a las arcas del Estado y la del cóctel molotov a lo bestia son dos versiones del origen del mundo y aquí mismo, en el suelo que piso a todas horas, descubro ese origen, y hasta los destinos de ese mundo, en las pilas de libros que ocupan el estudio donde reinan los Beatles cruzando el paso de cebra de Abbey Road, una guitarra a la que en medio siglo sólo he sido capaz de arrancarle tres acordes de «House of the rising sun» y los montes que se cuelan por la ventana como un milagro al despuntar la amanecida. Cada uno de esos libros es un lugar donde se cruzan el monolito mágico de Kubrick y la pobre calavera del caballo prehistórico, la rabia del mono y la música que pone a bailar las naves espaciales, el paraíso que perdimos porque Dios nos tendió una emboscada en forma de culebra y los sueños de Allan Poe que nunca desaparecieron entre los escombros requemados de la Casa Usher, las vidas de cuando los océanos y las montañas eran el tranquilo planetario donde vivían sin ansias de venganza Moby Dick y el capitán Ahab y las que vinieron luego a bordo del Enola Gay cargadas de una tenebrosa munición para el infierno.

Nunca hubo libros en casa cuando era un crío y ahora lo llenan todo, como una invitación a disfrutar de muchos más mundos de los que podemos encontrar en el currículum del gran maestro y en los que surgieron de un estallido crepuscular en las galaxias hace millones de años. Leer es un derecho que nadie nos debería arrebatar. Pero lamentablemente apenas lo tenemos en cuenta cuando hablamos de esos derechos que nos certifican como humanos. El fémur lanzado al aire del futuro por el heredero de King Kong es como ese libro que nos enseña a vivir sin que la vida sea una trampa. No sé si lo de la creación exprés que nos cuentan es para fiarse, pero seguro que en el momento en que abrimos un libro se desplegará ante nosotros el asombro que dará paso a una fascinación en la que nunca antes habíamos pensado. Los libros, sí, los libros…

Suscríbete para seguir leyendo