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La sociedad emocional

Abel Ros

Abel Ros

En el siglo XIX, Friedrich Nietzsche criticó la razón como instrumento de progreso. A través de su método genealógico, deconstruyó la filosofía y destapó la trampa que nos ubicaba en el nihilismo. Según él, el origen del «amor a la sabiduría» no radicaba en el paso del mito al logos. La búsqueda de verdades absolutas, en ultramundos, no era otra cosa que la excusa de los hombres para no enfrentarse a la cruda realidad. Y la cruda realidad no era otra que el mundo del devenir. Un mundo donde todo cambia y perece en un entorno retorno. La auténtica verdad, que no tiene ni trampa ni cartón, no es otra que saber que envejecemos, enfermamos y morimos. Esta verdad nos genera temor y angustia existencial. Una angustia que no la tienen el resto de animales. Ni la gallina, ni el perro saben que algún día morirán. Ellos tienen biología, cierto, pero les falta la biografía o experiencia vital para ser como nosotros. Ante ese miedo, nos dirá el autor de El crepúsculo de los ídolos, los humanos han creado las religiones. Religiones que ponen el ojo en la eternidad en detrimento de lo sensorial.

Ese miedo, que ha encontrado refugio en la religión, ha desembocado – según Nietzsche - en una sociedad decadente y apagada. Una sociedad de cadáveres vivientes que viven con los instintos reprimidos. Estamos ante un rebaño de tigres con alma de gato. Un rebaño de seres sin instinto y, al mismo tiempo, reprimidos por el Superyó de Freud. La cultura ha sembrado el malestar en los aposentos del Ello. El matrimonio ha encauzado la pulsión sexual por la senda de la monogamia. Estamos ante una sociedad nihilista y reprimida. Nihilista porque el hastío que supone vivir en la «sin vida». Y reprimida por la frustración que supone el «querer y no deber». En tales ejes, se sitúa el féretro de la razón. Una razón que no ha servido para el progreso moral. Las proclamas de la Revolución Francesa, aquellas de «libertad, igualdad y fraternidad», han fracasado. Somos menos libres, más desiguales y egoístas. Ante esta situación, y decretada la muerte de Dios, el Superhombre tampoco ha servido de solución. Hoy, en el siglo XXI, la inmoralidad – que diría Nietzsche – no ha vencido a los tentáculos de la moral tradicional. Seguimos presos de una moral artificial que escucha a la cabeza y desoye al corazón.

La razón ha mutado y ha dado lugar a la emoción. Una emoción que fundamenta el mundo y determina las biografías. En el mundo emocional, la publicidad se sirve en colores llamativos y estímulos que ensalzan la alegría, la envidia, la sorpresa e incluso la ira. Los nacionalismos apelan a las vísceras. Son discursos basados en el amor hacia los nuestros y el odio hacia los otros. Discursos populistas que estructuran sus mensajes en polos antagónicos. Y discursos que despiertan actitudes negativas en el seno de la convivencia. En la sociedad emocional, las redes sociales juegan un papel especial. Los seres anónimos mendigan «likes» por sus hazañas mundanas. Hazañas como fotografiar «el último desayuno» se convierten en motivo de reclamo para la obtención de reconocimiento. Todo gira en torno al corazón. Todo es risa o llanto. Todo gira en una noria de bienestar o malestar emocional. Se busca que los aprendizajes tengan un sustrato emocional. La racionalidad no vende. Venden los deportes de aventura, los musicales y todo aquello que encienda los ventrículos y eclipse a la razón. Es la vida emocional. Una vida que rompe las cadenas de la cultura, destruye la desigualdad social y nos desnuda como humanos en la selva de lo urbano.