Visiones y visitas

Selectividad

Selectividad

Selectividad / J. V. Yago

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

Veinte años debatiendo si la quitan o la mantienen; cuatro lustros de controversia y ahí sigue, como pingo en palmera, como asqueroso pegote academicista, como doblada prueba injustificable, como excusa cutre ante la falta de inversión, como enorme despropósito, como animalada suprema, la cochina selectividad. Ya no ignora nadie —si alguna vez lo ignoró alguien— que todo alumno inteligente y que tenga vocación puede ser un gran médico aunque saque por los pelos un bachillerato que poco/nada tiene que ver con la medicina. Es un hecho apodíctico. Y quien dice medicina dice cualquier otro desempeño profesional. No hay razón para la selectividad, para el examen del examen, para el foso después de la valla. Las carreras universitarias no se regalan —por la noche se oyen gritos denunciando estraperlo de urgencia contra la devastación del tiktok, pero sólo es el viento—, de modo que tiempo habrá para exigir capacidad o la capacidad será exigida en su momento, pero no antes con la excusa de seleccionar a los «mejores». Veinte años —digo veinte como podría decir cuarenta— vendiéndonos la burra de que sólo será médico el que saque un catorcemil en dibujo técnico y valenciano, como si el rendimiento logrado en una materia obligatoria pudiera determinar el que se logrará en una voluntaria, y como si a los dieciocho años pudiera saberse lo que será uno a los treinta. No cuela, y de ahí la norma, la fuerza, la impostura y la salvajada. El selectivo —lo sabe todo el mundo— existe porque no hay plazas para todas las vocaciones/inclinaciones/preferencias, porque no hay libertad para estudiar lo que se quiera, para pensar, intentar, triunfar o fracasar en grande como aconseja Denzel Washington. La selectividad sólo —con tilde, por supuestísimo— sirve para disuadir antes de comenzar; es un filtro arbitrario, una trampa, una filfa, una puñeta. Y sin embargo ahí sigue, año tras año, curso tras curso porque los jóvenes, que se consideran tan libres, tan independientes y tan rebeldes, pasan por el aro cada vez que restalla cerca el flagelo del miedo. Mucho auricular, mucho musicote, mucho aturdimiento, mucha sublevación improductiva, mucha coz al aire, mucho aspaviento exagerado, mucho baladro absurdo, pero luego se amorran al pesebre como si fueran aspirantes a momio. El selectivo es la primera humillación de una serie larguísima. Es la primera claudicación, la primera sesión de doma. Lo aprobarán y empezarán una carrera que les gustará o no, aunque la cosa no va de gustos; lo importante, la meta, el objetivo de la cúpula, como siempre, habrá sido marcarles a fuego el procedimiento, la ordenanza y la sumisión, haberles convertido en teselas de un mosaico al gusto del cimborrio administrativo. Se dejarán hacer como se han dejado hacer las generaciones precedentes. Más, incluso. El orbe no ha conocido rebeldes tan comprometidos con el reglamento. Que viene la selectividad, el selectivo, el corte, la prueba, la criba; que ya hemos aprobado el bachillerato pero el poder no se fía —o eso dice—. Y sin conocer la verdadera intención del tinglado ni ganas de averiguarla recorrerán el curso de nuevo, removerán apuntes y bufarán, repasarán y agonizarán, sudarán y acatarán, resoplarán y se conformarán con unas oportunidades recortadas. Ratificarán, con su esfuerzo duplicado, el tacañismo burocrático, la mala gestión política, la constricción de su horizonte profesional. Inocentes y dóciles, se adentrarán sin reservas en ese laberinto de notas mínimas, en esa balumba de requilorios y chorradas que les organizan porque no hay asientos para todos ni ánimo de ponerlos. No podrán estudiar lo que quieran, sino lo que disponga la ingeniería social, el contubernio tenebroso, el comité organizador de la nueva y obediente ciudadanía. Si vale un aprobado en bachillerato, ¿para qué la selectividad? Y si vale la selectividad, ¿para qué los exámenes de bachillerato? Son los extraños fenómenos, las huidas hacia delante que tiene la ineptitud gubernativa. Las autoridades públicas confunden a los chavales —en éste como en tantos aspectos—, los engañan, los enervan y les impiden acceder a su carrera favorita; los van conduciendo, como si fueran ovejas, hacia las titulaciones más «necesarias». ¿Necesarias para quién? Pero ellos no se harán esta pregunta.