Un padre que ya no juzga

Carles Senso

Carles Senso

Cuando uno se convierte en padre puede desarrollar un sentido crítico que todo lo matiza, sobre todo a otros padres y madres, o prácticamente desaparecer como opinador, acechado y vencido por todo aquello que siempre dijo que no haría y ahora hace. Uno, sí, se convierte en padre. No hay proceso. Por mucho que el embarazo dure nueve meses, se transforma en padre el primer día que su hijo deambula entre manos ajenas hasta parar en las suyas. En una sacudida. Y ahí, ay Dios, todo empieza. En mi caso particular, vagabundeé hasta el segundo tipo de personas: esas que dejan de juzgar a nadie, esas que todo lo entienden y que justificar los comportamientos en situaciones únicas y intransferibles, esas que quedan sin argumentos ante algo tan grande como la vida. La maravillosa Irene Vallejo cita a Sófocles, que dejó escrito: “El que no haya vivido mis sufrimientos, que no me aconseje”. Nadie vive la vida del otro, nadie debe juzgarlo gratuitamente.

De hecho, a pesar de que siempre he sido un amante de las opiniones públicas (discípulo como he querido ser de las directrices de Gramsci cuando afirmaba que vivir es tomar partido), últimamente me he secado mentalmente. Pienso pero no arranco, sin los suficientes argumentos para explicar nada a nadie, sin justificaciones que expliquen por qué de una opinión más (la mía) en medio de tanto ruido en unas ocasiones y tanta gente brillante en otras.

Podría escribir sobre por qué las encuestas se han convertido en estrategias proféticas al servicio de los partidos, por qué los Estados Unidos de América son ejemplo de tan poco o sobre por qué el fútbol femenino debe copiar sólo en parte al masculino. Pero no, creo que ya se ha dicho demasiado sobre todo. Todo está en los clásicos y las nuevas generaciones deben leer más (me incluyo) y pensar menos que cada veinte o treinta años se descubre el mundo. A mí, mi hijo, me ha ofrecido, como primera enseñanza, la más profunda de las humildades. Una humildad cercana a la cerrazón, a la sequía.

No es menos cierto que una vida desaparece en parte cuando prorrumpe la otra. El pequeño guerrero es un consumidor insaciable de tiempo ajeno. Uno no se resigna porque entiende. Comprende que no hay tiempo mejor invertido que el ganado con aparentes juegos superfluos con él, con ese “petano” que no deja de multiplicarse y que, día a día, ofrece versiones nuevas. No hay días sin retos porque no hay días sin cambios y no hay días sin sorpresas. “Es un hecho: cada hijo trae consigo –ya en su propio aliento– un secreto inaccesible”, dice Massimo Recalcati.

Y el cansancio, después come aparte en la mesa de la realidad diaria el cansancio. Esa pesadez que se monta a la espalda, ese dolor de cabeza cuando el mundo se detiene tras una jornada laboral exigente ligada a una noche sin apenas dormir. Ese picor de ojos. Esa siesta que no acabas de hilar a las seis de la tarde, cuando el pequeño hombretón duerme a pierna suelta. Ese deporte que te exiges cumplir cuando ya las piernas arrastras. Durante estos meses he insistido con mis compañeros de entrenamiento (estoy preparando la Maratón de València de principios de diciembre, mátame camión) que yo descanso cuando voy a entrenar. Y lo hago gracias a mi pareja, con la que siempre me organizo para que podamos volver a empezar, cinco minutos después, con todas las fuerzas del mundo. Porque es duro, sí, pero es precioso. Y porque sólo quien sabe lo que es criar puede aventurarse a juzgar. O incluso ni así.