tribuna
Las olas y las pelotas
La forma más tradicional de secuenciar la historia del feminismo es a través de sus «olas», es decir, los momentos históricos en que se aglutina un movimiento social y teórico importante. Así, según la clasificación más difundida, la primera ola la representa el sufragismo, cuyo eje es la reivindicación del derecho al voto. La segunda ola se extiende entre los 70-90 del pasado siglo (feminismo radical, cultural, de la igualdad, de la diferencia…), ahora refundido en la denominación «feminismo clásico», con gran aportación teórica, los derechos reproductivos fueron una de sus enseñas. La tercera ola podemos fecharla de los 90 a 2017 (feminismo decolonial, interseccional, negro, fusionado con el movimiento LGTBI…), su vanguardia se identifica como queer y su estandarte es la diversidad sexual. La cuarta ola arranca con el #MeToo, las grandes manifestaciones internacionales de 2017 y 2018…, cuya denuncia es el acoso sexual, y su reivindicación la recuperación del cuerpo de las mujeres frente a la prostitución, los vientres de alquiler, la pornografía…
Si bien el feminismo de la cuarta ola tuvo una aquiescencia mundial, pronto se envalentonaron dos enemigos: por un lado, un neomachismo victimista y agresivo que tildó a las feministas de «feminazis» y de atacar a los hombres; por otro, el feminismo de la tercera ola, que travestido en su versión queer, y también agresivo, las acusó de terfs y tránsfobas.
Con respecto al segundo término del título de este artículo, si algo nos ha mostrado el asunto Rubiales es hasta qué punto el fútbol femenino es también una cuestión de pelotas.
El mayor éxito del lamentable espectáculo que ha rodeado al triunfo de la selección española en el Mundial y su hashtag #SeAcabó ha sido mostrar la pujanza del feminismo de la cuarta ola en su denuncia, esta vez, del sexismo y el machismo en el deporte y que ha obstaculizado la emergencia del deporte femenino, ninguneado, menospreciado y muchas veces sometido a un machismo normalizado a las deportistas. Ha bastado la zafiedad y la chulería de un macho alfa seguro de su poder para poner de manifiesto lo que estaba a la vista de todos y no se veía, ni se quería ver.
No voy a entrar en cuestiones de mayor calado de la corrupción en el deporte, ni de por qué antes no y ahora sí, o de a quién no le interesó antes y ahora sí, de la desmesura de la cobertura mediática, la gravedad o no del acto…, cuestiones con las que se busca minimizar los hechos y la reacción feminista internacional, y poner en tela de juicio la versión de Jenni Hermoso. Precisamente ese menosprecio de lo que afecta a las mujeres es el núcleo de lo que ahora se denuncia y que requiere profundos cambios.
El asunto se ha ensuciado al instrumentalizarlo políticamente cuando Yolanda Díaz y la resurrecta Irene Montero han intentado rentabilizarlo, mientras, como bien se les ha acusado, no han tenido la honradez de reconocer el escándalo de la reducción de penas o la excarcelación de delincuentes sexuales. Pero algo que no se ha señalado es que la ley trans, al permitir que los hombres biológicos autopercibidos como mujeres compitan en el deporte femenino, promueve el mayor atentado contra las deportistas. Sumar es la pervivencia divisoria y desviada de la tercera ola.
Frente a ello, la postura de nuestras campeonas mundiales, la solidaridad internacional de las deportistas, el apoyo mediático, la indignación social… muestran toda la fuerza del feminismo de la cuarta ola, ése que defiende a las mujeres, sus cuerpos, su autonomía y su dignidad, y que rechaza tanto las apropiaciones partidistas falsarias, cuanto el resurgir de un machismo que la sociedad no está dispuesta a tolerar. Ahora se trata, en consecuencia, de forzar el cambio de estructuras que la igualdad requiere.
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