A veces inventamos los recuerdos. El tiempo es como un auto que se escacharra en mitad del viaje y sin embargo, en la maltrecha vuelta a casa, es como si hubieras hecho el viaje entero. Y encima, lo cuentas con pelos y señales. Lo que es la vida apenas lo sabemos y, si echamos la vista atrás, igual vemos que todo es -también nosotros- como esa “espuma de colegio” que escribía Blanca Andreu, hace más de cuarenta años, en un prodigioso libro de poemas.
La edad del pavo, los juegos en que todo era derrota, aunque no lo supiésemos entonces ni puñetera falta que nos hacía, la seguridad de que al otro lado de la calle se levantaba el andamiaje de un mundo que siempre sería más nuestro que de nadie. Los sueños de cuando el amor era una canción en el plástico redondo de las jukebox las tardes de verano. Y después de aquello, qué. Pues muy sencillo: a pelear a muerte para que la vida, la de verdad, no fuera una estafa o algo que se le pareciera demasiado.
Antes de escribir esta columna tenía un plan. Y tener un plan es como ganarle al calendario un pedazo, aunque leve, de lo que hay en él de destino fijado de antemano. Tampoco era para sacarlo en el New York Times, el plan, digo. Pero me hacía ilusión. Una ilusión que tenía que ver con lo que he contado del coche escacharrado y los veranos y el mundo que era más nuestro que de nadie. Pasear un rato por las calles y las fiestas de Llíria, el pueblo donde viví la infancia y más allá de la adolescencia, el horno del carrer Major con mi familia, ese sitio del que nunca te vas a ir del todo porque la ausencia no es nada cuando la convertimos en recuerdo agradecido.
El mes de septiembre tiene, con el de abril, más literatura que ninguno de los otros. Abril ha perdido su poesía porque ahora llueve cuando le da la gana y la primavera es una marca publicitaria que niega estrepitosamente cualquier romanticismo. Pero septiembre sigue ahí y para mí hay, en lo que es una mezcla de acritud y de ternura, un mestizaje de luces y de sombras, el ruido del último crimen del franquismo el 27 de septiembre de 1975 y la otra música que nunca se me va de la cabeza cuando regreso a Llíria y me pierdo por las calles que suben a la Sang y el tiempo en que teníamos toda la vida por delante, aunque lo que era la vida lo sabríamos más tarde, como escribía Gil de Biedma en uno de sus poemas más conocidos. Por eso el plan de volver el domingo pasado a mi pueblo de entonces -como hice tantas veces antes de ahora- se hizo agua, y escribo agua literalmente porque las calles se volvieron de repente avenidas peligrosamente anegadas por la lluvia, una lluvia que todo lo transformaba en un imposible abril llegado a deshoras, como suelen llegar siempre a deshoras las noticias tristes.
La celebración de Sant Miquel y las que durante todo el mes de septiembre ocupan la agenda de festejos. Llegué a odiar, en aquellos años, el día de la fiesta principal. Teníamos el horno justo en el paso de la multitud hacia la cuesta que lleva al Monasterio. Trabajaba todas las noches con mi padre y mi hermano, pero ese día era un suplicio. El pan era lo más importante para llenar el buche. Y aquello era un no parar de amasar, de cocer, de llenar mi madre sacos de lo que ahora se llaman baguettes (qué cosas) y pataquetas. Pero estaban también los otros días de fiesta. Las casetas que vendían de todo en la plaza. Los garrotes como producto estrella. Todo dios con un garrote en la mano encarando la subida para besar el santo. Las atracciones en la plaza de Partidors.
Hay una foto en la que con mi amigo Valentín, rifle al hombro, intentamos ganar algún peluche (no sé para qué) o una botellita de licor como las que venden en las cafeterías de los trenes. Siempre que podía, solo o en grupo, rendía una visita imprescindible: la ermita de Santa Bárbara, las ruinas que me llevaban -y me siguen llevando- a las leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer que en la academia Edeta nos contaba María Ribas en sus clases de literatura. Algún día he de subir allá arriba, aunque las piernas ya no estén para alpinismos y tampoco sé cómo estará el camino después de tanto tiempo.
Es verdad que a veces inventamos los recuerdos. Pero ni el del 27 de septiembre de 1975 ni los otros que saco aquí este domingo, en plenas fiestas de Sant Miquel, son fruto de la imaginación. Regresar a Llíria, el sitio donde viví ese tiempo en que nos creímos invencibles, siempre es algo que nadie me va a robar nunca, por muchos olvidos que la vida de ahora nos imponga. Al cabo, como escribía Luis Eduardo Aute, mi amigo inmortal: “el presente es lo vivido”. Y ahí, entre lo que hemos vivido, lo que vamos viviendo y lo que nos espera transcurre eso que con más o menos exactitud llamamos vida. O algo que se le parece.