Opinión

València

El corazón del hierro

Taller de Paco Corell.

Taller de Paco Corell. / Levante-EMV

Nunca había visto el taller de un escultor. Hace unos días estuve en el de mi amigo Paco Corell. El polígono industrial de Meliana, un pueblo de l’Horta Nord. Muy cerca de València. Aquello parecía la herrería del tío Federico en Gestalgar, cuando yo apenas gateaba y me pasaba el tiempo en su casa, con él y la tía Consolación, que era como mis abuelas Adela y Beatriz cuando me quitaban por la noche el miedo a los fantasmas. Eso sí, el taller de Paco es como aquella vieja herrería de mi pueblo, pero a lo bestia. Hierro por todas partes. Máquinas soldadoras. Geometrías dibujadas en papeles que eran como si en las mesas de trabajo se estuviera diseñando algún artefacto de la NASA. Nunca me lo hubiera imaginado. Fue un día de los que no se olvidan. Y no sólo por las esculturas, ni por el sentimiento que le ponía el amigo al relato de cómo organizaba y llevaba a cabo el proceso y terminación de su obra artística, ni por la sensación extraña que todo en aquel sitio me despertaba: cómo algo tan frío como el hierro aún en bruto puede llegar a conmover, a descubrir, en el polvo que cubría muchas de las piezas, la vida que se fragua en sus entrañas. No, no era sólo eso lo que hizo de aquel miércoles un día inolvidable.

La vida son muchas vidas, nunca es una sola. Hace casi cincuenta años buscaba curro después de que me largaran de la Universidad Laboral de Cheste. Fui a parar a las Escuelas Profesionales San José, en la pista de Ademuz. Allí me encontraría con una gente que desde el primer momento ya formaría parte importante de mi vida. Los años setenta del pasado siglo fueron un tiempo de luchas a destajo. También en el ramo de la enseñanza a todos los niveles: la básica, la secundaria, la universitaria, la profesional… Ahí, en esos movimientos, no sólo surgían complicidades políticas e ideológicas. Lo que surgía, a la vez que esas complicidades, era eso que está por encima de todo lo demás: la amistad. Ese “decir amigo”, como cantaba Serrat, y saber que siempre habrá alguien que se lo juegue todo para que la vida no sea un festín de tiburones, como decía Orson Welles en La dama de Shanghai. Y, por eso, ese día nos juntamos unos cuantos de los amigos de entonces. Hablamos de lo que está pasando ahora y también un poco de lo que pasaba en aquellos tiempos. Al fin y al cabo somos lo que somos porque nunca olvidamos de dónde venimos, lo que éramos cuando los sueños iban a hostia limpia con las pesadillas, reconocernos con una gratitud infinita en quienes ya forman parte de nuestra memoria más digna, más imprescindible.

Restregarnos en lo de antes, sólo en lo de antes, no es bueno. Lo bueno es saber que ayer y hoy van juntos, que mañana está más lejos que la casa de E.T., que muchas veces creímos tener el triunfo en las manos y todo acabó como los escobazos por sorpresa en el túnel de la bruja. Pero no todas las guerras las perdimos. Y la prueba más evidente es que ahí estábamos esa mañana de miércoles, celebrando una camaradería que nada ha conseguido borrar después de tantos años. “Cada hora es nuestra hora”, escribió Yannis Ritsos, el inmenso poeta griego y revolucionario. Si recordamos el 23-F fue porque ese día inaugurábamos la exposición L’Art a l’Escola. No pudo ser. El golpe de Estado lo impidió. Pero a Paco Corell le entró entonces el gusanillo de la escultura. Ahí, en esos días, empezó a trabajar el corazón del hierro, como una especie de venganza contra la barbarie que significaban los golpistas. Cómo voy a olvidar a mi querido Carlos Coto, currante de mantenimiento, que me llamó para decirme que me fuera a su casa hasta ver cómo se aclaraba la noche o lo que viniera después. Ya tenía otro sitio. En la plaza Músico Espí, en el barrio de Torrefiel. Pero cada vez que recuerdo a Carlos y lo veo en las fotografías de entonces me entra mucha rabia y también una ternura y una gratitud infinitas.

El taller de Paco Corell es un pedazo grande de tiempo compartido. Forjado en lo mejor que pudimos dar en aquellos años endulzados después por una versión de la Transición en que no todo fue como se cuenta. Pero aquella mañana, entre hierros retorcidos y una pila de recuerdos sometidos como todo a la intemperie de los calendarios, me acordé de Bird on the wire, una de las canciones de Leonard Cohen que más quiero: “Como un pájaro en un cable… he intentado a mi manera ser libre”. Por ahí anduvimos mucha gente. Y ahí vamos a seguir por mucho que la barbarie esté de regreso y nos coja, ese regreso, una miaja más viejos y sin ninguna duda más cansados. Pero con las mismas ganas de que aquella manera de ser libres, o al menos de intentarlo, siga siendo la misma de cuando éramos jóvenes. Poco o nada puede hacer la barbarie para domeñar el corazón del hierro. Yo diría que nada. Y de ahí, de esa seguridad, sale esta columna de domingo. De ahí sale. De ahí.

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