Opinión | Tierra de nadie
Colapso

Interior de un cementerio en una imagen de archivo. / Perales Iborra
Un hermano de mi madre al que yo, de pequeño, quería y admiraba muchísimo, se pasó la vida diciéndome que yo debería haberme llamado Javier, que era el nombre de mi hermano mayor. No teníamos ningún pariente con ese nombre que, sin embargo, gozaba de gran prestigio en la familia por alguna oscura razón que no logré averiguar. Mi tío jamás mencionó este asunto públicamente: en las reuniones navideñas, por ejemplo. Solo me lo decía a mí, en secreto, y yo no reuní el valor necesario para comentárselo a mis padres. El caso es que crecí con la idea de que mi hermano mayor me había robado el nombre y, quizá con el nombre, el resto de mi vida. Fue un cirujano del corazón famoso e hizo mucho dinero. Lo invitaban a dar conferencias sobre su especialidad en todo el mundo y su foto salía con alguna frecuencia en los periódicos. Yo, desde mi condición de funcionario, pues logré aprobar unas oposiciones de tercera al poco de abandonar los estudios, asistía a sus éxitos como si me pertenecieran.
Esto influyó mucho en nuestras relaciones, que al principio de nuestra existencia adulta fueron de mera cortesía, y que con el fallecimiento de nuestros padres desaparecieron del todo. Mi hermano intentó en alguna ocasión hablar conmigo para averiguar sin duda el origen de aquella distancia que yo había ido poniendo entre los dos. Pero me daba vergüenza, claro, echarle en cara que le hubieran llamado Javier, un nombre que me estaba destinado desde el principio de los tiempos. Sabía, racionalmente hablando, que el argumento era una tontería, pero había interiorizado emocionalmente las palabras de mi tío de tal modo que creía realmente que mi hermano era yo.
La semana pasada falleció. Cuando cerraron el ataúd, al verme allí dentro, me quedé sin respiración y perdí el sentido y tuvieron que llevarme a urgencias, donde me pusieron oxígeno. Ahora voy a todas partes con él, con el oxígeno, que transporto en un maletín negro. Aún así, cuando me imagino en la tumba en la que le dimos tierra, sufro colapsos que me obligan a visitar el hospital con una frecuencia indeseable. Y todo por no haberme llamado Javier, o por habérmelo tenido que llamar en la clandestinidad.
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