Noche de vino tinto

Noche de vino tinto. / Levante-EMV
Algunas veces pasa. Una tarde tonta en que miras de reojo cómo los libros te han robado definitivamente el poco espacio que te quedaba en el sofá del estudio. Son esas tardes, también, en que después de hurgar en el segundo tomo del Quijote y en los poemas de Emily Dickinson o René Char te entran ganas de aislarte del mundo, aunque sea por un rato más breve que el cuento de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Una sola línea. A mí me gusta más sin la coma. Es más ancho de miras, con más interpretaciones posibles. Lo que hice después de todo eso fue apartar unos cuantos libros y aposentarme a ver una película. Siempre es mejor una sala de cine. Claro que sí. Pero no siempre la tienes a mano. Sobre todo si vives lejos de casi todo. En cambio yo tenía a mano, la otra tarde, una película que he visto no sé cuántas veces y sigue siendo una de mis preferidas. Y sin saber muy bien por qué.
Una mujer joven llega en el tren de Vic a Barcelona. Abre la puerta del piso. Llama por teléfono. No contesta nadie. Recuerda lo que él le dijo una vez: “si algún día no vengo, no me esperes”. Abandona la casa. No sabemos por qué el hombre no ha acudido a la cita. Es de noche. Un grupo de jóvenes habla en un bar, atropelladamente. Uno de ellos se queda hablando con la mujer. Al poco rato, ya en la calle, él le dice: “Todo el mundo va buscando a alguien”. Me acordé de Las casetas de baño, una novela de Monique Lange que transcurre en la ciudad bretona de Roscoff, muy cerca de Brest, donde suelo ir bastantes veces y a la que volveré a finales de febrero porque en su Universidad se celebra una jornada dedicada a mis libros. Hincho el pecho y me digo ante el espejo: tío, eres un crack, y sin hacer seiscientos abdominales al día, como hacía Aznar para parecerse a Schwarzenegger. En la película deambulan él y ella por las tascas. No tienen nombre. Él, más cursi que una canción de Hombres G, la llama viajera. Cogen las copas de vino tinto y las levantan como si fueran los cálices en una misa. Igual la ultracatólica de Vox Llanos Massó, presidenta de las Corts Valencianes, los denunciaría por injurias a la iglesia. Todo el tiempo es un interminable recorrido por las calles, por la noche húmeda, por un barrio destartalado con paredes desconchadas donde rebotan juntos las palabras y el silencio. Lo que dice él no tiene sentido. Habla sin parar, frases filosóficas, inconexas, como si le hablara a una pared. La mujer también habla, pero no dice las tonterías del pesado monologuista. La música de Narciso Yepes y Los Gatos Negros. En un garito tocan Los Mustang una enérgica pieza instrumental. Hay un momento en que ella dice: “No se puede vivir sin el afecto de alguien”. Pensé en Malcolm Lowry y su novela Bajo el volcán: “No se puede vivir sin amar”, dice alguien en ese libro inmenso, no sé si pensando en Fray Luis de León. Unas historias llevan a otras historias. Como una vida lleva a otras vidas. Antes él ha dicho: “El caballo negro de las amplias alas irá esta noche hasta las orillas de la más estremecedora soledad”. Menudo plasta. Saben que el encuentro es imposible. Viven la noche envuelta ella por el recuerdo de otro hombre, anclado él en el de una mujer que no es la que lo acompaña en el paseo solitario por la noche ebria y por los bares. Cuando salgan del sueño regresarán a una realidad lejos de las sombras. A vomitar él por todas las esquinas. Ella de vuelta a casa, en ese tren que la trajo a Barcelona para encontrarse con el hombre que no acudió a la cita. Ahora ya sabemos por qué esa cita fue imposible.
La película es de 1966 y en blanco y negro. La dirigió José María Nunes, ese entonces joven libertario que se parecía a Jean-Luc Godard y su cine también al de la francesa Nouvelle Vague. El actor es Enrique Irazoqui, que hizo de Jesucristo en una cinta de Pasolini unos años antes. Pero sobre todo lo demás destaca Serena Vergano, joven actriz italiana que sería la musa del movimiento cinematográfico conocido como Escuela de Barcelona y se casaría con el arquitecto Ricardo Bofill no mucho después. La cámara se le queda pequeña. El cristal empañado de la ventanilla del tren es como una nube que se quedó vagando por las tascas en esa ya lejana Noche de vino tinto. Ése es el título. Seguro que ustedes dirán: pues después de lo que ha contado, menuda tardecita. Igual tienen razón, pero es una de las películas a la que he de regresar de vez en cuando. Y ya lo dije antes: no sé por qué. Lo que sé es que hace unos días abrí un hueco en el sofá apartando algunos libros y me puse a ver, por no sé cuántas veces ya, una película que me sigue atrapando con la misma fascinación de la primera vez, hace ya la friolera de casi sesenta años. O sea, ayer como quien dice. O como susurra Paul McCartney en una cancion inmortal: “Yesterday, all my troubles seemed so far way…”. Y fin.
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