Opinión | Algo personal

Orgullo de rata

La calle puede ser un sitio tranquilo y puede ser también un sitio que te llene de intranquilidad. Hace unos días una calle de Castellar, pedanía de la ciudad de València, se llenó de gritos y de gente que iba a sacar a otra gente de una casa de las llamadas ‘okupadas’. Lo leo en este periódico. Más de trescientas personas acudieron a la cita para dejar la casa limpia de ‘ratas’. Es el lenguaje que usan la empresa Desokupa y un tuitero de extrema derecha llamado Alvise Pérez. Días atrás se habían producido diversos robos en esa pedanía y también en Pinedo y La Punta. La conclusión fue clarísima, aunque no hubiera evidencia alguna de que esa conclusión fuera cierta: los ladrones eran quienes ocupaban la casa que no era suya, que era de una mujer llamada Carmen y la habían dejado como si por ella hubiera pasado un terremoto. Las leyes no son nada para esa empresa y para individuos como ese personaje que se ha hecho famoso por sus discursos de odio, ya cuando ejercía de asesor de Toni Cantó en Ciudadanos. La empresa Desokupa se crea precisamente para «limpiar» las casas y no precisamente restregando los suelos con lejía, sino sacando a sus ocupantes a hostias si hace falta. Veo en las fotografías de la manifestación las caras de esos desokupas y desde luego no son las caras de quienes disfrutan leyendo los poemas de Gustavo Adolfo Bécquer. El dueño de la empresa y el tuitero ultra entran en la casa. Ya sabían que allí no había nadie. Pero hacen el paripé para recibir a la salida el aplauso y los vítores encendidos de quienes acudieron a la convocatoria del desalojo.

Las asociaciones vecinales de Castellar, Pinedo y La Punta se habían desvinculado de esa convocatoria. Normal. La violencia nunca ha sido su manera de actuar. Conozco bien muchas de esas asociaciones y sé de lo que hablo. También sé de lo que hablo cuando me refiero a los desokupas y a esa chusma alentada en muchos sitios por las soflamas rabiosas de tipos como Alvise Pérez y su colega Vito Quiles, también presente en la manifestación. Ya con los ánimos a punto de caramelo y megáfono en mano, se vino arriba el convocante: «La única solución posible no es desokupar un piso para que las ratas se vayan a otro. La única solución son las deportaciones masivas ya». Las deportaciones masivas de las ratas. Para él y sus seguidores, quienes vienen de otros países para buscar una vida mejor son ratas. Y hay que meterlas en barcos o que se vuelvan nadando -aunque se hundan a las primeras brazadas- a los sitios de donde salieron, como nosotros salimos al extranjero hace muchos años, y seguimos saliendo, para encontrar una vida que aquí no teníamos. Su colega Quiles remató la faena: «Para acabar con estos okupas primero hay que acabar con el okupa de la Moncloa». Ovación a tope a esa soflama. Para la gente que aplaudía esas intervenciones llamando a la violencia, quienes no pensamos como ellos somos ratas. No se trata de protestar porque alguien entre en una casa que no es la suya. Se trata de aprovechar esa situación para que el fascismo se meta en nuestras casas. Y esa okupación sí que es un atraco que hemos de evitar con lo mejor que tenemos a mano: las leyes y la repulsa social a sus desmanes. Que mostremos individual y colectivamente ese rechazo a sus consignas violentas. Que haya de una puñetera vez una ley de vivienda que no deje a la pobreza en la calle. O debajo de esos puentes que ahora la derecha y la extrema derecha que gobierna el Ayuntamiento de València van a llenar de agua para que no se pueda refugiar allí esa pobreza. Los bancos y los fondos buitre se han hecho con todo el parque inmobiliario y es imposible alquilar una vivienda porque, aunque te mates a trabajar, nunca vas a poder pagar esos alquileres que vuelan más alto que un ovni perdido en el espacio. Y lo que más duele es la impunidad de esos energúmenos y sus voceros ultras que campan a sus anchas como si las vidas y las casas fueran suyas.

Mala cosa es que la violencia llene las calles de una intranquilidad que asusta. El odio se convierte en la inquietante manera de mirar lo diferente, en la fuerza bruta que sustituye abruptamente a la razón, en una amenaza para la convivencia entre quienes pensamos de manera distinta y es eso, precisamente, lo que nos hace más libres y mucho más fuerte la propia democracia. Tomarse la justicia por su mano es la abyección turbulenta desde la que actúan los fascismos. No sé si las trescientas personas que ocupaban las calles de Castellar lo sabían. Pero allí estaban, aplaudiendo a los gurús ultras que ennegrecen con lo que hacen y predican el alma de lo humano. Ojalá, de una puñetera vez, las políticas de vivienda sean justas de verdad -como manda la tan cacareada Constitución- y no un apaño indigno con los fondos buitre que se ríen en las narices de esa misma Constitución. Esta columna lleva en la cabecera el nombre de una rata. El mío. Y con orgullo de rata lo escribo. Con ese orgullo, ¿vale? Con ese orgullo.

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