Opinión | la ventana

Golpe a golpe

Veníamos hablándolo durante estas noches de estío: "Hay que ver qué duro es ser deportista de élite". Y, entre ellos, esos escalafones donde se las tienen tiesas desde los popularísimos hasta los semi desconocidos por decirlo suave como taekwondistas, regatistas, waterpolistas, los de halterofilia y los de lanzamiento de martillo. Lo único claro en una apuesta de esta índole es que no es oro todo lo que reluce.

El último en saltar hecho trizas, pese a las millonarias ganancias acumuladas, es Carlos Alcaraz, un chaval de dulce, que juega como la madre que lo parió y que, con lo divertido que resulta contemplar el arrojo al desenfundar su variadísima gama de golpes más la sonrisa que trae de fábrica, ha conquistado a prójimos de los cinco continentes.

Y en el momento en el que algo se ha roto no se ha escondido sino que ha seguido haciendo gala de su sobresaliente naturalidad, lo que puede representar subir el primer escalón para reconquistar el tono vital extraviado: "Siento que he dado dos pasos hacia atrás en lo que a la cabeza respecta y no entiendo por qué. No sé controlarme y para mí eso es un problema".

Golpear la raqueta contra el suelo una, dos, tres... veces para alguien que transmite lo que transmite es un aviso. La presión, que no perdona.

A esas edades la sesera y el cuerpo están hechos para otra cosa. Toca lo que toca.

A los catorce dejé de salir de nazareno y de acudir al estadio a sufrir con mi equipo porque solo pensaba en las chicas y, al igual que todos lo de su especie, él lleva desde la más tierna infancia entregado a devolver pelotas sin distracciones que importunan el lejano objetivo. A Federer en sus comienzos había que verlo. Daba miedo.

Repasando imágenes es difícil pensar que, con el paso del tiempo, se convertiría en un competidor caballeroso, con una clase que para qué y trazas elegantísimas que se ha retirado sin que apenas nos diéramos cuenta con lo difícil que debe ser para quienes no saben qué les aguarda porque la única vida conocida expira a los treinta y tantos.

¿Verdad que sí, Rafa?

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