Opinión | tribuna

El efecto Wagenknecht

Los resultados de las elecciones regionales alemanas en los que la ultraderecha de la AFD ha ganado en Turingia, y le pisa los pies a los demócrata-cristianos de la CDU en Sajonia han desencadenado múltiples valoraciones mediáticas. La más común, la constatación del avance de la ultraderecha en Europa. Lo que más me llama la atención es que predominen los mensajes de alarma frente al necesario análisis y del porqué de ese ascenso. Si nos acercamos un poco más al detalle vemos el claro hundimiento del partido socialdemócrata (SPD), de los verdes y de los liberales, coalición actualmente en el Gobierno del canciller alemán, Olaf Scholz. En Turingia el SDP es el último partido en votos, y los verdes y liberales se han quedado fuera del parlamento. En Sajonia entran, pero son los que han tenido peores resultados.

Hay un elemento que me parece significativo para entender el proceso. En ambos länder, el tercer partido más votado es el BSW de Sahra Wagenknecht (15,8 % de los votos en Turingia, 11,8 % en Sajonia). El partido fue creado tan solo hace nueve meses tras su salida de Die Linke (La izquierda), y en un claro personalismo se denomina «Alianza Sahra Wagenknecht», rentabilizando su emergente impronta mediática. Con independencia del resquemor que ello nos cause y de las críticas que su programa suscite, son de resaltar los ataques contradictorios que recibe: para la derecha, es una comunista; y para la izquierda, una antiinmigración. En resumidas cuentas: ¿una controvertida «rojiparda»? Sin embargo, su libro Los engreídos. Mi contraprograma en favor del civismo y de la cohesión social es uno de los análisis más clarificadores, desde la autocrítica de la izquierda –o desde la crítica a la socialdemocracia y a cierta izquierda–, del avance social de la ultraderecha. La izquierda, según apunta Wagenknecht, siempre se había caracterizado por su pretensión de defender a los más desfavorecidos, ello ha sido roto con la emergencia del denominado «liberalismo de izquierdas», que «tiene su base social en las clases medias acomodadas con educación superior de las grandes ciudades». Estas clases viven en su burbuja social y no se encuentran con las clases trabajadoras, que se sienten traicionadas por ellas. Nos hallamos, según la autora, con «la izquierda como estilo de vida», que se considera moralmente superior, que abandona la lucha por la igualdad, y en lugar de aplicarse a problemas sociales o económicos amplifica jergas de diversidad, se alimenta en la lobbycracia y entiende el posicionamiento político más bien como postureo o realización personal (en un sentido parecido acuñó Nancy Fraser el término «neoliberalismo progresista»). A mediados del siglo XX, dice Wagenknecht, los trabajadores industriales eran respetados. El esfuerzo, la eficacia, la superación, construían el relato de la clase trabajadora y la pequeña burguesía. Con el desplome del modelo industrial, estos valores parecieron anticuados y provincianos. La globalización y la internacionalización de las cadenas de producción no solo condenaron al paro o a la precarización a grandes capas de la población, sino que se les desposeyó de su valor y autoestima. Fueron los intereses financieros apoyados por los políticos quienes consumaron la deslocalización neoliberal, la desregulación de los mercados, la desindustrialización de los países. Un proceso llevado a cabo primero por los conservadores y luego por los socialdemócratas, y que sufren grandes capas de la población: trabajadores, jóvenes, agricultores…, que se sienten menospreciados también desde directrices biempensantes y elitistas tanto en materia de inmigración cuanto medioambientales.

Hasta aquí un apretado resumen de las ideas de Sahra Wagenknecht en su libro, quien, en conclusión, postula que son los errores de la izquierda los que alimentan el auge de la derecha extrema. Más que su estrategia y sus propuestas, pienso que este mensaje debería llevarnos a la reflexión, porque, al menos en su caso, ha mostrado en un tiempo récord, ser compartido por un gran número de votantes. Quizás, en lugar de atrincherarse en el estupor, la polarización y el descrédito del otro, sería necesaria una buena dosis de autocrítica.

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