Opinión | Ágora

Odio, castigo, culpa y chantaje

Asistimos a una entronización de la víctima, que ciega a veces el recto juicio y pone en marcha inaceptables dispositivos dictatoriales de censura o falsas empatías justicieras

El odio ha existido siempre, sólo cambia sus formas, adapta sus maneras, destila hiel sofisticada o se muestra con violencia.

En las sociedades sin conflictos bélicos prevalece un odio civilizado, suele preferirse la palmadita en la espalda, sí, justo donde se había hundido el puñal traicionero, pero sin acritud, con una insolencia asumida. No obstante, ese educado estilo parece haber llegado a su fin.

Las redes arden con improperios. Esa molécula comunicativa que llamamos tuit (x) es una ruda arma digital de destrucción, mitad axioma mitad bofetada, construye una aritmética expansiva con el mínimo común múltiplo de sentido y el máximo común divisor de enfrentamiento.

Frente al odiador como arquetipo heroico emerge también la figura de la víctima, prototipo moral y político legitimado y legitimante.

«La víctima es el héroe de nuestro tiempo», afirma Daniele Giglioli. A la víctima se le otorga un seguro de inocencia, su testimonio debe ser aclamado sin crítica, como si su dolor le otorgara clarividencia intelectual, y criterio ético. Sin embargo, el dolor es intransitivo, no garantiza la intelección certera, ni valores morales, más allá del propio sufrimiento. En esta época donde la razón se torna sospechosa y la emoción se amplifica, se pretende que la empatía implique suscribir las opiniones de quien se declara oprimido –o injustamente tratado. Porque, dado que ser víctima se cotiza, existe un mercado negro de la victimización. Se reclama el ser víctima por pertenencia a un colectivo sojuzgado, aunque el sujeto no lo sea, por simpatía hacia ese colectivo, por herencia de quien sí lo fue, por usufructo de «victimidad», incluso como albacea autoelegido. ¿Cuándo la memoria comienza a ser expolio de un sufrimiento no sufrido, usurpación del sufrimiento de los muertos? No se es víctima por subcontrato. A un multimillonario futbolista de color ya no le corresponde recibir la piedad por los esclavos negros, ni hereda su padecimiento como un atributo personal, como tampoco la trans famosa puede atribuirse la miseria del travesti prostituido, o el descendiente de un colonizador la opresión del colonizado. (Dejo al lector poner nombres y contexto). No digo que no se pueda ser solidario y consciente por cercanía y pertenencia, pero las víctimas ya no son ellos.

Esta proliferación de víctimas honorarias, robustecidas culturalmente por su alta cotización ética y social, es también el origen de acciones de resentimiento usufructuario revestido de justicia social. Ello da lugar a dos mecanismos contradictorios. Cuando a alguien se le adjudica el lugar de la víctima se convierte ipso facto en inocente; no obstante, si otro lo cuestiona, o impugna la corriente dominante de a quién se considera víctima, el cuestionador se transforma en culpable. Para el primero se arbitran medidas de atención, mientras que al segundo se le persigue, se le multa o se le cancela. La víctima, sin perder su condición, se ha convertido en aplaudido verdugo.

No podemos caer en falsarias añagazas morales. La empatía por el oprimido no nos asimila a él, ni hace ético el linchamiento del considerado culpable. La culpa y la venganza no se heredan. No somos responsables de resarcir a quienes se sienten damnificados, no compremos ese relato. Ceder al chantaje emocional es pusilánime, pero ceder al chantaje colectivo no debería quedar impune, ni moral ni políticamente -aunque se pretenda legitimar por ley-. (Vuelvo a dejar al lector reconocer un ejemplo). Hoy el odio, sibilino o explícito, ahonda la fractura social, un fluido corrosivo, una silenciosa metástasis impregna la sociedad, nos enfrenta, y hasta la democracia misma es utilizada por algunos como botín o como rehén.

Desde los conflictos bélicos, los usos digitales, hasta las acciones legislativas, asistimos a un blanqueo del odio, a una entronización de la víctima, que ciega a veces el recto juicio y pone en marcha inaceptables dispositivos dictatoriales de censura o falsas empatías justicieras. Urge una reflexión sobre cómo en esta sociedad se conceptúa el odio, se adjudica la culpa y se promueve el castigo o el resarcimiento. n

Tracking Pixel Contents