Opinión | Ágora

València

¿Es democrática la libertad de expresión?

La democracia se ha convertido en un cajón de sastre en el que todo cabe, incluso esa libertad de expresión sin límites que es un peligro para los valores democráticos

Donald Trump fue un paso más allá. Auguró un «baño de sangre» en Estados Unidos si no resulta elegido en las elecciones del próximo mes. Cual nazi en los años treinta, afirmó que a determinados inmigrantes «no se les puede llamar personas». Golpismo. Deshumanización. Aquello me llevó a reflexionar, una vez más, sobre la libertad de expresión, confundida en este siglo XXI con la libertad para mentir, acosar o agredir. Una cosa son los valores democráticos y otra bien distinta la democracia. En los primeros no cabe Trump y sus algaradas violentas, como tampoco Bolsonaro y sus pretensiones golpistas o Netanyahu, sus compañeros ultras de gobierno y sus afirmaciones deshumanizadoras de los palestinos. Si aproximamos el prisma, no caben, en dichos valores democráticos cualquier formulación de extrema derecha de esas que se están expandiendo por el mundo aprovechando el desconsuelo social por la falta de certezas y que se cimentan en sociedades excluyentes que persiguen al diferente.

Una cosa son los valores democráticos pero otra es la democracia, que se redefine a diario, en un pacto constante entre la ciudadanía y la clase política, que interpreta el juego que le ofrece el cheque en blanco de las elecciones. Sí, cheque en blanco, al menos durante un tiempo. En cuatro años, ya veremos. En la democracia sí cabe la acepción más radical de la libertad de expresión, aunque sería deseable que los políticos y las políticas se marcasen el límite de los valores democráticos, es decir, de la defensa de los derechos humanos básicos y fundamentales, el no uso de la violencia (física y verbal) o el fortalecimiento de la pluralidad. Pero no es así y son los ciudadanos los que deben marcar los límites porque de lo contrario es la democracia, con su defensa de la libertad de expresión (a menudo acicate de la libertad de acción, incluso violenta) la que acaba por autodestruirse. José Félix Ramajo aprovechó el programa de Iker Jiménez en horario de máxima audiencia televisiva para afirmar su incondicional apoyo a Israel, del que dijo estar rodeado, así en genérico, de «puros terroristas, basura humana y que, para mí, debería de ser exterminada (…) esperamos que no vuelvan a tener descendencia nunca más». En Gaza han sido asesinados más de 14.000 niños.

Cuando uno estudia el fundamento de los valores democráticos las referencias mentan la igualdad, la libertad, la justicia o la solidaridad, mientras algunos incluso hablan de la equidad, la diversidad, la bondad, la honestidad, el respeto o la tolerancia. En cambio, la democracia es un tipo de organización del Estado cimentado en la soberanía popular. Es un pacto de vida en común. Ambos son conceptos laxos, para algunos, continentes vacíos que llenar con intereses. La democracia se ha convertido en un cajón de sastre en el que todo cabe, incluso la antidemocracia. Y no es como el Catenaccio (permítanme el símil, los primeros apuntes para este artículo se tomaron desde el Nápoles de Maradona), que representaba un tipo feo de fútbol pero era fútbol. No, la antidemocracia no es compatible con la democracia, carga contra ella hasta destruirla.

Por tanto, ¿es democrático cargar contra los valores democráticos? La conclusión del artículo bien podría ser que la libertad de expresión sin límites es un peligro para los valores democráticos. Eso seguro. Y quizá también para la democracia. Y eso último no lo compartirá todo el mundo e incluso a mí me genera dudas pero necesito plantear el debate, que no es nuevo. Sí lo es la sociedad en la que esta situación se da. Una sociedad que no percibe ya futuro, a la que le han bombardeado su posibilidad de proyectarse en el porvenir, sin credulidad posible, pues todo parece cuestionable. Una sociedad que no ha vivido en sus carnes tiempos lúgubres y que ve como el apoyo a la democracia se reduce entre los más jóvenes. De hecho, uno de cada cuatro varones (25,9%) de entre 18 y 26 años, los bautizados como generación Z, considera que en algunas circunstancias, el autoritarismo puede ser preferible al sistema democrático. Una sociedad, además, sin memoria, víctima de la inmediatez y el presentismo, para la que ayer es Prehistoria. Una sociedad sin tranquilidad, con múltiples redes de protección pero de gran vulnerabilidad y soledad. Todo puede romperse en unas horas. No hay certezas. Incluso la democracia que hoy parece consolidada mañana puede estar en peligro.

Tracking Pixel Contents