Opinión

¿Valenciano? Seguramente

En un ‘podría ser’ cabe un mundo y en un ‘seguramente’ caben estas tierras de identidad conflictiva, mestiza y biodegradable

Retrato de Cristobal Colón realizado por el pintor Rafael Tejedo de 1828.

Retrato de Cristobal Colón realizado por el pintor Rafael Tejedo de 1828. / EFE

Estamos más desnudos. Tengo esa sensación después de la investigación al fiscal general por intentar detener una mentira. Pero también tengo la sensación de que si nos saltamos los procedimientos, si vale filtrar papeles privados y si empezamos a meter en un cajón el Estado de Derecho, aunque sea para el buen fin de bloquear un bulo, estamos empezando a romper el juguete, siempre medio averiado, pero útil, de la democracia. Peor que los torcidos ganen una batalla es habituarse a métodos torcidos para que no ganen. Tengo la impresión de que si empezamos a tirar al retrete las normas, vamos hacia una versión ultramoderna del salvaje oeste, donde brutalidad y alta tecnología se mezclan. Y ya saben que en esos ambientes acaba triunfando el autoritarismo, capaz de ofrecer una sensación de seguridad a los gobernados por el pequeño precio de dejar de participar en la toma de decisiones colectivas. No es mi mundo. No esperemos que nadie resuelva el dilema por nosotros y, solo con eso, la democracia seguirá viva.

Mi mundo es esta València que se ha encontrado a Cristóbal Colón. Eso dicen algunos, pero como hipótesis, sin ciencia cierta. El descubridor sería un judío sefardí de la zona mediterránea de la Península Ibérica, que es como decir de la antigua Corona de Aragón, pero sin decirlo, no vaya a ser que alguien tenga ideas reivindicativas a estas alturas. Colón era «seguramente» un valenciano hijo de sederos. Eso dicen tras una investigación de ADN que está por publicar y que ha sido muy contestada.

‘Seguramente’ es un adverbio que viene al pelo a lo valenciano: una palabra que expresa indefinición e incerteza a partir de una raíz con el adjetivo ‘seguro’. Un cúmulo de contradicciones muy de aquí. En un ‘podría ser’ cabe un mundo y en un ‘seguramente’ caben estas tierras de identidad conflictiva, mestiza y biodegradable. Seguramente Colón fue valenciano. Seguramente el Santo Cáliz (el Santo Grial de las novelas de caballería, poca broma) es el que veneran en la Catedral de València. No hay pruebas científicas que digan lo contrario, pero tampoco hay datos históricos para sostener ni una afirmación ni otra con firmeza. Muy de aquí. El debate ha retrotraído a viejas peleas de la batalla de Valencia, que aún siguen ahí, a teorías acientíficas que siguen coleando a fuerza de premios y altas distinciones, incluso de leyes de señas de identidad. Cuando hay que dictar una ley para fijar la identidad y sus signos es que algo falla en la semilla.

Baúl donde están algunos de los restos de Cristóbal Colón en Sevilla.

Baúl donde están algunos de los restos de Cristóbal Colón en Sevilla. / EFE

La memoria

Mi mundo no existe tampoco sin memoria. Y no puede haber memoria reciente de este país sin presencia de ETA. Eso creo. Pertenezco a esa generación que se crió entre ese miedo, distante pero no tanto, porque ETA quiso no ser una cuestión estrictamente vasca y la sangre y las bombas podían estar en una acera a cien metros de ti. O en el centro comercial que pisabas. Incomoda el trato que se da a las víctimas, convertidas en mercancía electoral. Se pueden convalidar penas, sí. Es deseable llegar a decisiones así, de magnanimidad, perdón y confluencia, pero se puede llegar si es fruto de un acuerdo social y político amplio, no si sucede en los márgenes de un decreto y a oscuras porque interesa por la aritmética coyuntural de alianzas parlamentarias. No debería ser un camino abierto para todos mientras algunos de los matones continúan reivindicando la sangre. O al menos los beneficios no pueden ser iguales para los que están por la paz y los que se anclaron en la guerra. La memoria no puede ser el olvido y la ausencia de condena moral.

En todo caso, mi mundo estos días es más humano y frágil. Últimamente me ha tocado amoldarme a la vida de hospital y he empezado a mirar la vida normal (si alguien sabe qué es eso) de otra manera.

No lo saben, pero la pareja que parece aburrida, llena del hastío de otro fin de semana más, cuando deja el parque y arrastra a sus niños hacia su piso sin pretensiones del extrarradio, está disfrutando de unas gotas invisibles de felicidad. La medida de la felicidad se aprecia mejor a distancia y desde el recuerdo. El presente casi siempre nubla la vista. En la exaltación y la depresión no hay medidas, casi no hay ni conciencia.

Aún así, la infelicidad mayor no la encuentro en el dolor en las camas. La infelicidad es el tipo solo que esconde una vía en el brazo y la sonda urinaria en unas bermudas XXL mientras golpea los botones de la máquina tragaperras en el bar más próximo al hospital. Los chinos que regentan el negocio le dejan de vez en cuando una botella de agua cerca y él sigue, impertérrito en su misión de gastar las últimas monedas. Y los días. «Hoy va a ser tu día de suerte», le dicen. «Seguramente», le oigo. 

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