Opinión
La mala conciencia
La literatura exige un cierto grado de impunidad, de irresponsabilidad incluso. No hay que hablar ni actuar mirando al tendido

La ganadora del Nobel, Han Kang. / / Random House
Nunca he terminado de entender la mala conciencia retrospectiva de naturaleza -llamémosla así- histórica. Me resulta muy extraña esa gente deseosa de pedir perdón por todos los pecados del mundo, en especial por los pecados ajenos que nunca han cometido. Esos individuos ansiosos por darse golpes en el pecho, en mitad del ágora, a ser posible subidos a un pedestal, para que el universo entero pueda observar la magnitud de su expiación. Esa multitud gesticulante que necesita pedir perdón por el célebre mordisco de Adán a la manzana, por el crimen de Caín, por la conquista de América, por los asesinatos de Jack el Destripador, por el toro que mató a Manolete.
Hay profesionales de la mala conciencia, porque la culpa y sus diferentes descargos resultan afrodisiacos para algunos temperamentos. Me imagino que la educación católica y el acto de contrición por el que se nos otorga el perdón de los pecados tiene mucho que ver en este género de asuntos. Pero lo cierto es que la culpa no puede ser jamás de carácter colectivo ni histórico. En todo caso, se puede deber a una suma de individualidades que acaban por configurar un conjunto: el pecado es siempre particular, de aquel que lo comete. Ni se transfiere, ni se hereda, ni se alquila, ni se contagia, ni se hipoteca, por más que el espíritu de algunos lo desee.
Somos culpables única y exclusivamente de nuestros actos en el tiempo, y no de los actos de nuestros antepasados. Darse por aludido en las catástrofes ajenas de la historia constituye una forma de narcisismo fuera de lugar. No conviene ufanarse tanto: no se es responsable de todos los genocidios, así como así.
Se me ocurren estas divagaciones después de leer una entrevista con la reciente Premio Nobel, Han Kang, que al parecer ha dicho que no festejará su premio en público hasta que no terminen las guerras en el mundo. Dado que nunca ha habido un mundo sin guerras, lo que uno se pregunta es cómo ha podido la pobre escribir hasta el momento su obra, cargando con ese peso de la culpa universal sobre sus espaldas. Me imagino que su acto de expiación no excluye las celebraciones en privado, y que al menos invitará a cenar a la familia – aunque sea con la expresa prohibición de mostrarse contentos-, gracias al dineral con que se recompensa a los galardonados.
En mi casa procuraban enseñarnos que las alharacas y los gemidos resultaban de mala educación, en cualquier ámbito. La literatura exige un cierto grado de impunidad, de irresponsabilidad incluso. No hay que hablar ni actuar mirando al tendido. Pobre Academia sueca: ¿se quedará sin escritora en el acto de celebración, o la premiada recogerá el premio con cara de póquer?
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