Opinión | mirador
Errejón y Gramsci
Íñigo Errejón suele reivindicar a Antonio Gramsci a quien definió, en una ocasión, como «el pensador fundamental para entender por qué mandan los que mandan y por qué obedecen los que obedecen». ¿Por qué mandan los que mandan, Íñigo? Si algo nos enseñó Gramsci es que los caminos del poder son tan inescrutables como los del Señor. Dijo Oscar Wilde que en la vida todo es sexo, menos el sexo, que es poder. Ejercido por los hombres, desde que los dioses les confirieron esta capacidad. De un tiempo a esta parte, a esto le llamamos el patriarcado. Un universo del que las mujeres pugnan por escapar, y al que muchos hombres siguen aferrándose, por interés o por miedo. Tras la carta publicada por Errejón, le hemos descubierto al patriarcado una dimensión inédita: la paliativa. El mundo me ha hecho así, nos dice en ella uno de los fundadores de Podemos, emulando a Jeanette. Soy una víctima del sistema y no su beneficiario ¿Cómo iba a serlo, si llevo años denunciándolo? Sería una ‘contradictio in terminis’, por mucho que se estire el dilema entre la persona y el personaje.
Como sostienen Gramsci y Wilde, el poder es algo más complejo que la lucha de clases. El filósofo marxista lo definió como un centauro: mitad coerción, mitad legitimidad. No se expresa solo a través del estado. No lo ejercen solo los ricos sobre los pobres. En las sociedades contemporáneas, se impone de forma más sutil. También lo practican los hombres sobre las mujeres, sobre otros hombres, o sobre niños y niñas. Es el poder del sexo, del pene. Ejercido desde un puesto de responsabilidad en la familia, la iglesia o la política. Cuanto más importante el cargo, y cuanto más arraigadas están las viejas tradiciones, más poder. Durante años, se ha justificado lo que ocurría en la política con una expresión tan cursi como redundante: la erótica del poder. Aquella a la que muchas víctimas obedecen, efectivamente, atrapadas por la admiración que ejerce el líder, hasta que descubren de lo que es capaz
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