Opinión | Punto y aparte

¡Cuánto retroceso en tan poco tiempo!

Esta 'barrancada' no solo se ha llevado por delante vidas, casas, coches y comercios. También la confianza en quien debería habernos avisado.

Una familia come en la calle en un descanso de la limpieza de su casa en Picanya.

Una familia come en la calle en un descanso de la limpieza de su casa en Picanya. / Germán Caballero

Cuando lean esta columna habrán transcurrido tres semanas desde que todo cambió. Y me ha costado mucho volver a escribir opinión, se lo confieso. Porque supone hablar de algo que duele mucho, porque es mi gente y mi territorio, y se me está haciendo muy cuesta arriba (ya ven, con todo lo vivido y escrito en estos 25 años que llevo en el periódico) hacerme la idea de la tragedia, la catástrofe, que se nos ha echado encima. Han pasado ya tres semanas -y parece un siglo- desde que se nos vino abajo, literalmente, la vida, la casa, el negocio, el trabajo y la calidad de vida de miles y miles y miles de personas. En apenas unas horas, el territorio, el pueblo y la comarca que conocíamos y amábamos, desaparecieron por una furia terrorífica, y aquello que dábamos por hecho y que existía porque sí, se convirtió de repente en papel mojado, en efímero, en la nada. Y en su lugar, implacable, la destrucción. Y un enorme paso. 

¡Cuánto retroceso hemos vivido en tan poco tiempo! ¿Cuarenta, cincuenta años? El barranco ya no es un barranco, es un enorme cañón lleno de rocas y basura; el paisaje urbano de casas, árboles, plazas, puentes y negocios en los bajos de nuestros pueblos han dejado paso a imágenes de derrumbe y fango que nos retrotraen a escenas de destrucción que el 70% de la población de este país no ha visto nunca. Recuerden: nunca. Porque casi todos y todas las que estamos leyendo este artículo nacimos después de que todo se volviera a levantar tras los bombardeos y la miseria que provocó la guerra civil. Y hablando de guerra: ‘Nunca me pude imaginar que haría las colas del hambre para poder comer’, me decía el otro día, entre lágrimas, una comerciante de Aldaia que ha perdido su negocio, su casa, el coche y ‘hasta el dni’. ‘Nunca me pude imaginar’, me decía un amiga de Picanya, ‘que me levantara un día, saliera de mi casa y no quedara nada’. Por quedar, en este pueblo de l’Horta Sud solo queda uno de sus cinco puentes. De los 20 en total que tenía el barranco del Poyo entre Torrent y Catarroja ya solo hay 7 en pie. Trece sucumbieron a la fuerza de la ‘barrancà’. 

De esta, como se decía en pandemia, ‘también saldremos’. Un pueblo que quema, cada año, lo que tarda muchos meses en construir y además se enorgullece de ello (de hacerlo y de quemarlo), ¿cómo no va a ser capaz de levantarse de esta? Parece una obviedad. Pero no será, ni mucho menos, tan fácil como hacer arder una ‘estoreta velleta’. Más de 100.000 vehículos destrozados y abandonados, aparecen por sorpresa en cualquier lugar, en cualquier rincón, en cualquier autovía o en cualquier solar. Restos cadavéricos de chapa y cables que te recuerdan que ahí había personas, gente que huyó despavorida para salvar su vida ante una ola de agua que no debería estar allí o de la que nadie avisó que llegaría. ‘Aquí’ comentaba un conocido de Catarroja, ‘iba, por fin, nuestro nuevo instituto y mira ahora’. Más retroceso.

Empezar de cero. Una frase que surge de lo más dentro, entre la esperanza y la resignación. Ahora, más lo segundo que lo primero. Porque no hay más remedio. Un militar será el vicepresidente del Consellporque da más fiabilidad el Ejército que los políticos civiles que gestionan la Generalitat. Otro retroceso más. No por el militar, cuya trayectoria parece impecable, sino por la pérdida de confianza en todo aquello que nos ha costado décadas levantar. 

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