Opinión | Visiones y visitas

Los desaparecidos del tren

En este almanaque peculiar o particular sociología del tren que va uno pergeñando al hilo de las vicisitudes cotidianas o extraordinarias que le depara la existencia, no puede uno dejar de observar, con cierto íntimo y quizá insano gozo, que la destrucción de las vías y la consiguiente alteración del servicio ferroviario ha supuesto, en este medio de transporte, la desaparición de algunos personajes que no sobran, por supuesto, en el mundo, pero un poco sí en la guagua ferrocarril o noria multitudinaria de la mañana y la tarde. Son los ancianos hiperactivos, los mirones de variado pelaje, los perrosordos caducichochos y los ociosos de la legua que matan el tiempo subiéndose a los vagones; la garullada que abarrota los trenes para irse a la capital sin otro motivo que la mayor abundancia de objetivos y la garantía de anonimato, por una parte, y una simple cuestión de vidilla, de ambientillo y de chascarrillo, por otra.

No lo sabe uno a ciencia cierta, pero intuye que ha sido cosa del transbordo a medio camino, de la incomodidad y la incertidumbre, de la irregularidad en los horarios y el mayor bataneo en el trayecto; que ha sido a causa de o gracias a esto que los mirones, los perrosordos y los vejestorios alborotados ya no llenan el tren y puede uno elegir asiento, estirar las piernas y dormir un poco el sueño que le falta, que va el carrusel vacío y los autobuses van saliendo a su hora sin esperar a llenarse.

No se deja uno, sin embargo, llevar por la euforia: sabe que tanta maravilla —si maravilla puede llamarse a un beneficio colateral de la desgracia— es efímera, y que los cotorrones, los mirones y los perrosordos volverán en cuanto se restablezca la línea y tengan de nuevo expedito el camino al vicio, a la degeneración y al mal del ímpetu; que convertirán otra vez el mejor transporte público, el caballo de hierro en mula matalona, recargada y derrengada, en escenario de ahogos y apreturas, pandemonios y hediondeces, asfixias y desvanecimientos. Pero queda un rayo de optimismo, una hebra de luz que se cuela entre las grietas de la fatalidad: que cuando acaben las obras el viaje no sea gratis, porque tanto el voyeur como el perrosordo y el viejo azogado son individuos naturalmente reacios al gasto, y es probable que habiendo tarifa retraigan su mironismo, su perrosordismo y su loca inquietud a los niveles y contornos habituales; que recuperen el corto alcance para no rascarse la faltriquera; que se conformen con la poca variedad y la mucha exposición de siempre.

De momento han desaparecido; no van en el tren; y los que seguimos usándolo para llegar al trabajo sin el agotamiento, la saturación y el delirio del tráfico nos vamos librando, siquiera temporalmente, de ver su disimulo y su indiferencia postiza; de atisbar cómo adoptan, sin viajar por nada, la pose del que viaja por algo; de leerles el pensamiento y percibir su avidez contenida o mal embozada. Caras dobles, caras falaces y caras inquietas que atarugan los huecos y saturan el espacio con su corambre arrugada, su aliento rijoso y sus espasmos de hiperactividad extemporánea. Son los desaparecidos del tren; los que no suben, de momento, al columpio; los que a regañadientes —bien lo sabemos— han dejado el sitio libre y nos dejan ir sentados, tranquilos y en relativo silencio al trabajo, a la obligación, al paripé diario, a la desmesurada requisa de tiempo —señora ministra: menos garlar y más hacer; semana de treinta y dos horas ya—.

Con todo, flota en el aire la sospecha de que los trenes volverán a ofrecer pronto, en su carta de servicios, el de barca del infierno; que seguirán siendo gratis y atrayendo a los ociosos; que los mirones, los perrosordos y los carcamales de san Vito regresarán, como espantosas golondrinas becquerianas, a colgar sus nidos infames en las calles y plazas de la capital, donde bulle la juventud y prolifera el desparpajo, el enseñaculismo y el cornubianismo —vocablo este último que no significa nada pero completa el acorde y añade unos matices, unos efluvios y unas connotaciones bastante apropiadas al asunto—.

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