Opinión | Parece una tontería
Shhhhh
Hace unas semanas me mandaron callar. No digo que no hubiesen hecho bien. Estaba a punto de empezar una obra de teatro, y yo debí considerar de vida o muerte comunicarle algo a mi acompañante. Justo cuando se lo estaba diciendo, la mujer que se sentaba delante de mí se volvió bruscamente y me lanzó un «Shhhhh» que me destruyó. No quedó nada de mí en pie por dentro. Puso tal cantidad de aire en movimiento que pude sentir en mi piel la fuerza de su repudio. No supe reaccionar. La onomatopeya del silencio me redujo a mamarracho. Me pregunto cuánto levantaré cabeza del todo. Qué manera de enmudecerme. Daban ganas de incorporarse y aplaudir. Pero me había dejado para el arrastre. Imposible reconocerle los méritos en ese momento. Por otra parte, lo que me pedía el cuerpo, a medida que me reponía del golpe, era gritarle «Cállate tú». Pero acababa de empezar la obra. Me conformé con pensarlo.
Y sin embargo ella tenía razón. Hablamos demasiado. Y además a deshora. Nos acostumbramos a la vida trastocada, donde todo parece haber perdido su momento oportuno; sucede cuando sea. Hablar por no estar callado constituye una tristísima lección que nos es dada antes que tarde. Las cosas mal hechas se aprenden enseguida. Pasa con la charlatanería, en cuya sucesión hay cierta violencia. Máxime cuando rara vez hay algo que decir. En una ocasión, en Boston, le mostraron a Charles Dickens un extraño aparato llamado teléfono, formado por una caja grande conectada por un cable grueso a un embudo y una clavija. Le aseguraron que era un invento maravilloso, que el futuro acababa de llegar, y que se podía hablar con alguien que estaba en Nueva York. Dickens estudió el aparato, casi apesadumbrado, y preguntó: «¿Hablar de qué?».
Recuerdo cuando en la pandemia alguien dijo que si todos permaneciésemos en silencio durante dos meses, sin decir absolutamente nada, ni siquiera toser, el virus desaparecería solo, al reducirse a cero las gotículas y los aerosoles. Se harían larguísimas esas semanas, claro. Tal vez el mundo habría dejado de funcionar. ¿Y si la vida necesita la voz? Me pregunté, cuando pensé en toda la ausencia de ruidos, si podría salir adelante una empresa, un gobierno, un aula de primaria, una relación de pareja en silencio, solo a base de notas en trozos de papel o en pantallas. Seguramente no.
Muy pocas personas son capaces de quedarse en silencio un día entero. A veces, jugando con mi hija a estarnos callados, la partida dura cinco segundos, después de los cuales estallamos. En Crímenes ejemplares, de Max Aub, se detalla un homicidio horrendo, casi necesario, a manos de una mujer que lamenta que su criada hable, y hable, y hable, y hable. Y venga a hablar. Habla de todo y de cualquier cosa, lo mismo le da. ¿Despedirla por eso? Tendría que pagarle sus tres meses, calcula la mujer de la casa. Además, sería bien capaz de echarle mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello. Al final, cuenta, «le metí la toalla en la boca para que se callase. No murió de eso, sino de no hablar: le reventaron las palabras por dentro».
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