Opinión | En el barro

Una tragedia sin muerte

Lo más cerca de una manifestación colectiva del dolor han sido las ceremonias en los campos de fútbol

Candilazo en València, la 'hora rosa'

Candilazo en València, la 'hora rosa' / T. García

Me gusta la hora rosa, esa en la que la noche y el día se abrazan, como si pudieran convivir. Esa hora en la que el sol empieza a irse pero la noche aún no ha caído. Esa unión tiñe el cielo de un rosa que parece que calma el mundo. Me gusta porque casi nunca la veo, encerrado bajo luces de neón. A esa hora te encuentras a una pareja en una terraza, con el carro de su bebé, felices como si nada pudiera pasar. O un padre que vuelve a casa con sus hijas, una en cada mano y las mochilas al hombro. En la hora rosa la muerte parece imposible.

Escribo al volver de un tanatorio. Tenía que ser en Picanya, pero es en Torrent, porque la riada lo ha querido así. Escribo después del trago de encararme a un ataúd, que es una forma de mirarte en el espejo, de recordar el futuro. La muerte ya no está en las casas, suele apartarse a polígonos de las afueras, allí la recluimos y la civilizamos, con todo en perfecto orden, como si así la pudiéramos esquivar. Tiempos de espejismos, como si pudiéramos domar la realidad.

Algo así ha pasado con esta tragedia. Más de 220 muertos acumulados en un mes y no hemos visto ni un ataúd ni una familia rota abrazando el féretro del desaparecido. Una tragedia sin imágenes de muerte es otra experiencia, algo nuevo. Incluso creo que esa ausencia visible de la magnitud de la pérdida ha despistado a algún político, que ha creído posible continuar con los juegos de los hechos alternativos. No ha habido ni funeral común, de Estado, decían antes. Quiero pensar que porque se está a la espera de encontrar a los últimos desaparecidos. Me lo recuerda José Luis García Nieves, que ha escrito sobre los estadios como los grandes espacios actuales del duelo.

Es verdad. Lo más cerca que hemos estado de una manifestación colectiva del dolor compartido han sido las ceremonias celebradas en los campos de fútbol. Necesitamos llorar juntos y quizá los estadios son las mejores catedrales de una sociedad regida por la necesidad de entretenimiento y de consumo. Cualquiera se emocionó al ver las imágenes de Mestalla del último sábado. Cualquiera lloró como tantos otros.

No sé si renaceremos del fango. Sé que seguiremos, mejor o peor. Y creo que antes que reconstruir hay que asimilar lo sucedido para digerir tanta tristeza.

Si reconstruir es solo pasar página, cerrar una etapa y que no se mire atrás, se empezarán a cometer los errores del pasado, como en el accidente del metro de València en 2006. Más que reconstruir, necesitamos construirnos de otra manera. Y de momento no se perciben indicios de cambio.

Han mudado algunos rostros. Hay un nuevo gobierno para la reconstrucción. Pero se necesita algo más que lemas de ‘power point’. El primer mensaje del tiempo que se quiere nuevo ya es un renglón torcido: romper el tope salarial de los altos cargos para complacer al principal elegido para la reconstrucción. La decisión tiene argumentos, porque las retribuciones de los que se dedican a la política no son competitivas, pero este es el modelo que nos hemos querido dar, donde esos sueldos son la primera muestra de una voluntad de servicio a los demás. No son los salarios para atraer a los mejores, sino a los que además de ser buenos quieren prestar su conocimiento y capacidad a los demás. Hay otros atractivos, como visibilidad social, pero también muchas responsabilidades, como se ha visto. Conozco un conseller de la época de Eduardo Zaplana que dejó de ganar 5.000 euros cada mes. Y una de la etapa de Ximo Puig que pasó a percibir 18.000 euros menos al año. Pero decidieron estar. Y, sobre todo, está el momento, que es el peor para ofrecer un mensaje de afán por lo económico. El golpe no ha sido de ilusión. Aunque olvidaremos pronto.

Me gusta la hora rosa porque dura poco. Es pura ilusión. Como la vida.

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