Opinión
Hotel París
Estellés tiene un hambre de amor desconocida, de esas que no se sabe de dónde vienen
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Una imagen de la página web sobre Vicent Andrés Estellés del Ministerio de Cultura. / L-EMV
Para Gabriela, Valentina y Darío
El año se acaba y al menos me trae una alegría. Viene de Bamberg, Alemania, y es una edición bilingüe de “Hotel París”, la obra cumbre de Vicent Andrés Estellés. La traduce Hans-Ingo Radatz y la edita las publicaciones de la Universidad de Bamberg, dirigidas por Enrique Rodríguez-Moura. No es la primera vez que Bamber g edita a un clásico valenciano. También han traducido la obra de Ausiàs March.
¿Por qué tendría que ser una alegría recibir este libro que no es alegre? No es porque Estellés tenga el destino europeo que merece. Para un paisano de Burjassot, como siempre fue él, la noticia merecería un irónico desdén. La alegría tiene que ver con esa felicidad incomparable de tener evidencias de lo que eres. Y muy pocos libros nos dicen lo que somos como este de “Hotel París”.
No es alegre lo que somos, pero produce alegría saberlo. Es la alegría de conocer, la única que depende de nosotros, de nuestra libertad. Desde el inicio de “Hotel París”, ese poema “Hi ha l’aladre, groguenc, amb una grogor d’or”, tenemos las contraposiciones más radicales de la poesía hispana y ya no nos darán tregua en todo el poemario. Es el mundo hispano de los años 50. Una fenomenología sin par de la miseria. Y al fondo de todas las realidades que cruzan ante nuestros ojos, el poeta, que las ve y se ve a sí mismo: “I soledat, Françoise, més soledat encara”.
La cláusula dominante del poemario es “Hi ha”. Con ella se despliega nuestro conocimiento y casi todo lo que hay es tenebroso. Quizá “Hotel París” sea nuestro descenso a los infiernos cotidianos, esos que están al alcance de la mano de cualquiera, que no tienen grandeza mítica. Son los infiernos que se abren cuando atravesamos la dura costra de la miseria. Todo es pringoso, pegajoso, polvoriento en esas realidades que describe Estellés, y nos obliga a mancharnos las manos, tocándolas, como el que se saca la porquería del ombligo. Cuando rompemos esa capa de mugre de los siglos, aparece “el crit sense resposta, el silensi, la fúria”.
Estellés no da tregua. Es exhaustivo. Su recuento no cansa, sin embargo. No sabemos cómo, nos dejamos llevar por el ritmo fascinante, acelerado y al mismo tiempo sereno, como si el poeta rodara en un vértigo que generara el éxtasis lento de la escritura. No hay hacia dónde ir, sólo arriba y abajo, como los tranvías, un perderse en medio de “lentes persistències, d’afers silenciosos”. Esa vida triste de los paisanos es el escenario de este recorrido, y en él los destellos deslumbrantes de los versos y sus contraposiciones generan imágenes de shock. Cuanto más brillan, más revelan la oscuridad que lo envuelve todo.
Estellés tiene un hambre de amor desconocida, de esas que no se sabe de dónde vienen. Hoy no podemos leer con el pecho encogido a Otero o a Celaya, y preferimos la poesía descarnada de Estellés a todos los hijos de Cernuda. No sabemos explicarnos por qué. Quizá Estellés sea el alma popular hispana más arcaica, el hijo del Arcipreste. “Tornaría a parlar lentament d’Hildegarde”, nos dice, y recrea el recuerdo, enumerando “el seus bens”, “morint-me en cadascun”. Presentimos que así hablarían aquellos andalusíes que pusieron nombre a Burjassot y que entrevieron el paraíso como la rueda infinita entre el amor y el hablar del amor.
¿Cómo puede ser alegre releer estos versos? ¿No parecen más bien propios de una condena? Esa mujer que vende cosas, en la puerta del bar, o la que no sabe nada del hijo desde la guerra, o la que reza por la faena del marido, ¿no es un catálogo nocturno de una realidad todavía nuestra, donde las pobres gentes van haciendo pobres cosas? Cuando leemos “la mort creix i prospera, misteriosament”, ¿qué tiene esto de alegre, cuando hemos visto que todavía es así?
No lo sabemos. Únicamente sabemos que dice lo que somos. Quien lo dude, que se olvide de Freud y que lea el decimoséptimo poema de “Hotel París”, todo un tratado de lo que hacemos los hombres cuando somos violentos. ¿O no nos retrata bien ese amante selvático, feroz, “un amant venjatiu/ de mai no se sabrá quina remota causa”? Estellés conoce bien las extrañas metamorfosis del amor y sabe que también forma parte de la miseria ancestral que anida en los pechos de esos enamorados que parecían discretos.
Pero por encima de todo, Estellés nos trae algo que quizá sea el motivo por el que nos aferramos a los sentimientos que tenemos cuando volvemos a leerlo, algo que al recibirlo causa una intensa alegría en los estertores de este patético año 2024. Las certezas se imponen cuando vamos del poema octavo al duodécimo. Hablan de un pueblo, de su pueblo, Burjassot. También esa palabra nombra el objeto de un hambre. Y de un amor.
Aquí hay algo que nos concierne más que ese catálogo de miseria de aquella España que no acaba nunca de pasar. “Era un poble petit, humil i blanc de calç”. No hay ambigüedad en esto, como no la hay al recordar “el tren creuant les hortes, i una senzilla fe”. Ese “era”, sin embargo, no es un verbo en pasado. Al fin y al cabo, la frase más rotunda del libro es “El principi i la fin són un poble, Françoise”. Esa frase también reclama el régimen verbal del presente. Entonces identificamos la alegría. Se trata de la reconciliación y de la fidelidad. Y eso alegra sentirlo.
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