Opinión
Migrar no es de cobardes
El 18 de diciembre, Día Internacional del Migrante nos lleva a recordar, año a año, un hecho incontrovertido: la historia de la humanidad es la historia de la migración

Voluntarias inmigrantes en Paiporta. / A.A.
En ocasiones es preciso poner distancia para hablar de temas muy cercanos, demasiado injustos y dolorosos como para tratarlos en caliente con la necesaria ecuanimidad. Cuando alzamos la voz -buscando argumentos y razón- frente a la vulneración de derechos y la persecución de personas, la impotencia pide urgencias que hay que templar. Estamos hablando de un tema ahora mismo candente: el fenómeno migratorio y su cobertura jurídica.
Culturas políticas excluyentes envían mensajes de alarma ante supuestas invasiones que acabarán con nuestro modo de vida. Por lo que, en principio, acudamos a una aclaración semántica: migrantes y refugiados son conceptos distintos, aunque ninguno implique amenaza alguna. Mientras los refugiados son personas que se encuentran fuera de su país -en conflicto- por temor a la persecución o a la violencia generalizada por circunstancias que requieren protección internacional, Naciones Unidas define al migrante como “alguien que ha residido en un país extranjero durante más de un año, independientemente de las causas de su traslado, voluntario o involuntario, o de los medios utilizados, legales u otros”.
El 18 de diciembre, Día Internacional del Migrante, proclamado por acuerdo de la Asamblea General de la ONU en 2000, -aunque diez años antes ya había adoptado la Convención sobre la protección de los derechos de los trabajadores migratorios y sus familiares-, nos lleva a recordar, año a año, un hecho incontrovertido: la historia de la humanidad es la historia de la migración.
Aunque en nuestro siglo nuevos factores como las sequías, crisis climáticas o conflictos políticos se han sumado a la lista de razones por las que emigrar, no podemos olvidar que los primeros restos considerados como homo sapiens se encontraron en África, migraron a Asia, después a Europa, y por último a América. La vieja Europa es producto de sucesivas migraciones de pueblos indoeuropeos que han dejado sus raíces, sus ancestros y sus culturas en todo aquello que ahora somos y que, sin embargo, algunos Estados de nuestro ámbito se empeñan en negar, agitando mensajes de odio “al otro”, de exclusión, de aislamiento y que, sospechosamente, acaban siendo problemas de raza. Difícilmente se agitan mensajes xenófobos cuando “migrantes” nórdicos o anglosajones se instalan fuera de sus fronteras, por ejemplo como “nómadas digitales” de potentes empresas.
En diciembre de 2023, la Unesco señalaba que hay casi 280 millones de migrantes en el mundo por varios factores: aunque algunas personas dejan su país para estudiar fuera, trabajar o reunirse con sus familias, demasiadas abandonan sus hogares porque la guerra, la violación de los derechos humanos y la pobreza empujan a millones de mujeres y hombres fuera de lo que para ellos, no lo olvidemos, es su seguridad.
Por ello, y para cargarnos de razón, acudimos a los filósofos: Adela Cortina, evoca que existen “pueblos enteros crucificados”, y ningún proyecto humano puede eludir este punto de partida. Y muchos siglos antes, un ilustre migrante, nuestro compatriota Séneca, dejó escrita una máxima que bien pudiera aplicarse a los mensajes de odio frente a quienes, sin miedo, arrojados fuera de sus vidas, buscan un hueco de humanidad: “la imbecilidad no está tranquila jamás, teme de arriba y de abajo, ve peligros delante y detrás, tiembla…”.
Fundación por la Justicia, que desde hace décadas se centra en generar oportunidades de futuro para colectivos vulnerables y en riesgo de exclusión, hace suya la sentencia que Séneca opuso a la imbecilidad: “trata con quienes te harán mejor y acepta a aquellos a quienes puedes mejorar”.
Dejar atrás tu vida, sin volver la vista, es un acto de fe, no de cobardía.
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