Opinión | No hagan olas
¿Acaso existe una política valenciana? ¿Es necesaria?
Preámbulo. Soñemos despiertos, por una vez, puesto que se plantea la posibilidad de empezar de nuevo, de levantarnos y avanzar, de hacerlo bien, de no discutir ni difamar sino de debatir abiertamente, con franqueza e inteligencia, mirando más allá de nuestro ombligo, hacia el bienestar de la comunidad, del prójimo cualquiera. Seamos resilientes, renazcamos con otro plan, valenciano para más señas. Dejemos atrás el pasado, pero comprendiéndolo.
Primer capítulo. Los valencianos no sabemos quiénes somos. Lo discutimos todo, desde los ingredientes de la paella a las denominaciones geográficas e históricas. Y de la lengua, mejor ni hablar. Los demás nos ven distintos, pero nosotros no acertamos a discernir por qué. Tal vez no es una cuestión del ser sino del estar. Cada vez más hay menos valencianos puros, si es que existieron alguna vez: Es decir, a la mezcla de benjamines y ‘fillastres’catalanes más los empobrecidos aragoneses que se refundaron como valencianos se fueron añadiendo minorías moriscas, navarras y occitanas, refugiados malteses, vecinos castellanos, comerciantes de origen italiano e irlandeses que huyeron de la hambruna de la patata.
Y habría que sumar las oleadas de emigración que arrancan en los años 60 del siglo pasado y todavía no han concluido. De andaluces orientales, manchegos, turolenses y cartageneros en primera instancia, de latinos, magrebís, rumanos y más italianos dedicados a la hostelería en último lugar. Más vascos refugiados.
Los recientes datos demográficos resultan sintomáticos: somos la autonomía que más crece en número relativo de habitantes porque seguimos recibiendo migrantes, pero de poca cualificación. Somos la sexta región que más crece en términos económicos –gracias a la reactivación turística y al bajo coste del sector servicios– pero venimos de caer en cuarenta años del cuarto puesto al doce en renta per cápita de entre las 17 comunidades autónomas.
Segundo capítulo. Como quiera que la tierra de aluvión que nos constituye ha sido fértil en extremo y de siempre hemos dispuesto de comunicaciones directas por mar, por vías terrestres heredadas de los romanos y, desde que lo inventaron, también por ferrocarril, los valencianos se dedican desde tiempos remotos a la agricultura de regadío en propiedades muy repartidas, socialitarias que no socialistas, y al comercio y al transporte. La única burguesía que se dio con arreglo al canon europeo industrial y mecanizado tuvo lugar en Alcoi, pero desde la aparición de las clases bienestantes administrativas como consecuencia de la constitución oficial de las provincias, la capital alcoyana se convirtió en una ciudad metafísica. Como señaló ese genial narrador, espía de Franco y catalanista, Josep Pla, Valencia es una «tierra de camiones y camioneros». Y a mucha honra.
Tercer capítulo. La festa no s’acaba mai. Según los medievalistas, la vertiente lúdica valenciana, de rasgo muy acusado, tendría su posible origen en la necesidad de repristinar el cristianismo tras la caída de los mahometanos en las taifas levantinas. El Reino de Valencia fue desde el origen un festival religioso de nuevos conventos y parroquias siguiendo modelos como el veneciano, aunque exaltado por el jolgorio a la napolitana (el sur, siempre el sur), cuyas cofradías y gremios aportaron el patriciado que gobernó la Ciutat i el Regne en nombre de la Casa de Aragón. Una cultura de la fiesta y de los ritos que es una y diversa a la vez, barroca y agropecuaria, catártica y asimiladora, que se encuentra a sí misma en la ‘danza’ del fuego de las fallas y fogueres o de la luz de les gaiates. Como expresó en su día Mariscal, el nacionalismo valenciano lo redescubrimos de modo sencillo: comiendo una buena paella en el chalet con los amigos a la sombra de un árbol. Lo demás son florituras.
Tercero bis. ¡Cuánto daño hizo y continúa haciendo el dinero fácil de la especulación inmobiliaria! Al éxito de la naranja sucedió la industria de los 60-70, y ya desde los 90 el pelotazo de la recalificación del suelo, hasta el punto de abochornar a Europa con aquella ley, la RAU, que no reguló el urbanismo sino los bolsillos de una tropa de ‘agentes’ urbanizadores. Más de uno fue condenado. El saldo fue una gran novela poscomunista, Crematorio, de Rafael Chirbes, y la quiebra de todas las entidades financieras valencianas, menos de la Caixa d’Ontinyent, que ya es decir.
Hubo más consecuencias derivadas que hunden sus raíces en aquel desastre mayúsculo: el numeroso tejido empresarial pequeño y mediano no ha tenido quien le ampare, y buena parte del grande ha terminado recurriendo a fondos de inversión –de Bollo a Martinavarro o el IVI–. Y aunque la RAU nació como una creación socialista, fueron gestores populares los que la aplicaron sin freno. La corrupción correspondiente diezmó los cuadros dirigentes conservadores y todavía su partido sufre las secuelas.
Cuarto capítulo. La izquierda valenciana ganó para regenerar, pero una vez más se hizo un lío con la identidad y con la falta de sentido práctico en la gobernanza. Amanerada por los gestos y los símbolos, prefiriendo criminalizar al empresario, la subvención al estímulo, las capillitas de afines y la recreación de la autonomía como réplica miniada del Estado central, más allá del perfil humanístico conferido a la figura presidencial por Ximo Puig y la buena gestión de la pandemia, poco queda para la memoria histórica del Botànic. Se hace necesario recordar que meses después de las elecciones de 2015, al final de aquel año, la coalición que se llamó És el moment (de Compromís con Podemos) obtuvo hasta 9 diputados en Madrid. Visto con perspectiva, resulta imposible que vuelva a repetirse un éxito de una candidatura estrictamente «valenciana» de esa magnitud en España. Y no sirvió para casi nada.
Conclusiones. La Dana de octubre ha dejado el Reino hecho unos zorros y ha descubierto las carencias de la clase política, la toxicidad de las redes sociales y la falta de un auténtico proyecto valenciano. Nuestra autonomía es un funambulista en la cuerda floja de la política fallida. Va a costar salir de esta. Ya ven cómo anda el Valencia de Peter Lim, la entidad más aglutinante de nuestra sociedad civil. La Generalitat ahora mismo resulta una administración cara y poco eficiente, que duplica competencias con las provincias y con el propio Estado. Los ayuntamientos no dan más de sí porque su financiación depende del impuesto de bienes inmuebles y de la concesión de licencias de edificación. Los municipios tampoco se asocian para gestionar servicios y necesidades comunes. Y no hay viviendas, ni a precio tasado ni a ninguno, para los jóvenes. Las administraciones no se arremangan. Solo interesan los festejos y el bou embolat.
Hay que pensar y actuar ya en términos metropolitanos y en mancomunidades –ni locales ni autonómicos–. Gestionar la salud del territorio de una vez. Animar a la creación de iniciativas público-privadas que impulsen el sector viviendístico de forma estratégica, incluso las obras públicas, y dotarnos de legislaciones avanzadas que amparen un nuevo modelo, el propio, el valenciano. De no ser así, no habrá valido la pena esta aventura frustrada y frustrante. n
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