Opinión | Ágora

La Navidad y la invención de la infancia

Todo regalo es una epifanía porque revela una faceta del receptor, pero, sobre todo, porque revela la naturaleza del hombre mismo, cuya medida esencial la da lo que tiene para ofrecer a los demás

La recomendaba Carlos V a su hijo Felipe II que no frecuentara en exceso la compañía de mujeres y niños, entre otras razones porque morían con frecuencia. Como sabemos, Felipe II no siguió el consejo de su padre, por lo menos en lo referente a las mujeres, aunque no le faltaba razón al Emperador sobre la mortandad materno infantil. Con tasas de mortandad tres y hasta cinco de cada diez, según épocas y lugares, lo cierto es que la vida de los niños no ha sido un bien en el que poner expectativas durante la mayor parte de la historia de nuestra especie.

El abandono de niños, sobre todo niñas, fue una práctica constante en las cuidades griegas y romanas, y su venta o entrega en adopción por dificultades para mantenerlos lo fueron también en numerosos sistemas sociales y culturales de todo el planeta. De hecho, entre las sociedades cincunmeditarráneas, solo judíos, egipcios y germanos no practicaron el abandono de niños. Moisés, el neonato judío abandonado y adoptado por egipcios es un emblema de la violencia de la esclavitud padecida bajo los faraones.

Además, no puede suponerse que se trata de atavismos antiguos, porque los tiempos modernos no nacen ajenos a esas prácticas. Es sabido que el fundador de la pedagogía —y de la política— moderna, J.J. Rousseau, tuvo cinco hijos a los que abandonó uno tras otro en instituciones benéficas, que en su época acogían a casi quince de cada cien nacidos en la ciudad de París. Y ya en pleno siglo XX, se cuentan por millones las niñas abandonadas o asesinadas bajo la ley del hijo único del gobierno comunista chino: el mayor feminicidio infantil de la historia de la Humanidad.

A pesar de la práctica frecuente del infanticidio por parte de machos de especies mamíferas, es difícil que ninguna otra especie haya ejercido una violencia tan lesiva sobre su prole como la nuestra. Desde el punto de vista de la etología esa

violencia es posible por la ausencia de instintos rígidos en la determinación de nuestra conducta, cuya plasticidad es de una amplitud casi irrestricta. De ahí la multiplicidad cultural de las prácticas humanas, también al respecto de los hijos. Además, la exclusión entre lactancia y sexualidad en las hembras mamíferas dirige hacia la prole la agresividad de los machos, completamente ajenos a los flujos hormonales que regulan la fijación del cuidado.

Tal vez lo anterior haya operado también como base fisiológica para el poder paterno de disponer de la vida de los hijos reconocido en multitud de tradiciones —defendido por Aristóteles, por ejemplo— y que llega hasta el propio derecho romano y las prácticas tribales germánicas. En Roma la capacidad de los padres para disponer de la vida de los recién nacidos se mantuvo legalmente hasta finales del siglo IV, ya bajo influjo cristiano, aunque su práctica no desapareció completamente.

El final del abandono o el sacrificio de hijos en nuestra tradición tuvo su hito inaugural en la suspensión del sacrificio de Isaac a manos de Abraham. Desde entonces los primogénitos pertenecían a Dios y nadie más podía disponer de su vida, más bien al contrario, era una obligación preservarlos. Desde ahí hasta la adoración de un Niño Dios recién nacido media toda una pedagogía del corazón en la que se ha ido esclareciendo el valor sagrado de la vida humana, también la de un recién nacido. La temprana profusión de representaciones de la Virgen con el niño Dios en el regazo y la propia celebración de la Natividad desde el siglo II, terminaron por «inventar» (del latín invenire, encuentro o descubrimiento) la infancia humana como venerable e incluso sagrada.

De ahí que la celebración de la Navidad sea también una celebración en la que el mundo cobra el aspecto de las ilusiones infantiles: luces de colores, maravillas nocturnas, juguetes, miniaturas. La propia miniaturización de la historia que se conmemora implica la celebración de la infancia misma como edad de la vida cuya mirada revela una verdad del mundo: que el juego es una mirada sobre el mundo y su historia en la que comparece la circularidad de lo reiterable y la linealidad de lo dramático, la ingenuidad de lo infantil y el misterio de lo inabarcable.

G. Agamben yerra al suponer que el juego desbarata la linealidad del tiempo judeocristiano pues no se trata, como parece creer, de la linealidad de lo instrumental cuyo sentido habita solo en su final o producto, irremediablemente exterior al proceso de su logro. Lo que la Cristiandad celebra en la Navidad es justamente que desde que Dios se hizo niño e irrumpió en el tiempo de la historia humana, éste se ha hecho ya misteriosa pero realmente prenda –miniatura, cabría decir– del reino de Dios y su gloria, y encierra ya un sentido interior al tiempo que conduce a una plenitud todavía desconocida.

Pero la Navidad incluye otras dos conmemoraciones relacionadas con la infancia y que la completan. La matanza de los inocentes es la primera, y en ella ya no son los padres lo que disponen de la vida de los niños sino los reyes y sus ambiciones. Sorprende comprobar que en todas las representaciones de la matanza la soldadesca y las madres porfían por los niños en ausencia de los padres que los podrían haber defendido. El poder político de los estados modernos ha sido y es el agente de las mayores mortandades infantiles. Y no ha bastado para darles fin que las madres de Belén o China o Gaza lloren a sus hijos sacrificados.

La segunda es la festividad de los Reyes Magos, bien distintos de Herodes infanticida, extranjeros que siguieron una estrella para entregar unos presentes que revelaban — hacían presente— la verdadera condición de aquel Niño humilde. Todo regalo genuino es una epifanía porque revela e ilumina una faceta o una grandeza del receptor, pero, sobre todo, porque revela la naturaleza del hombre mismo, cuya medida esencial la da lo que tiene para ofrecer a los demás. La presencia no olvidada del drama de la muerte –la mirra se utilizaba para embalsamientos— convierte a la Navidad es una invención reveladora y certera de lo infantil sin infantilismo: la mirada que preserva el misterio.

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